Boxeadores

Foto: Carlos Melián Moreno

Boxeadores

25 / mayo / 2016

Quizá la mejor manera de posicionarse ante la vida y la muerte es creer que uno no se las ve con hombres sino con montañas.

Dicen que Google te sicoanaliza. Lee entre líneas lo que escribes, lo que buscas, e identifica una pequeña fracción probabilística de tu deriva. De repente un algoritmo de esos envió a mi navegador un enjambre de videos, todos de un mismo tema: proezas de boxeadores cubanos quedado fuera.

A algunos los recordaba más o menos, a otros los tenía olvidados. Todos, en general, me parecieron cadáveres acicalados después de la golpiza definitiva; mártires de un foro de luces, del cual llegaban voces que sus ojillos empequeñecidos -y carentes de afecto- por la zurra, apenas podían localizar.

Digamos que sin esos golpes de puño no hay mareas, sin esas mareas se apagaría el bombillo permanente del progreso. Todos los ministros de Economía luchan por mantener la pegada, y porque su moneda se mantenga en erección constante, pero detrás de cada ministro hay un boxeador nacido en provincias que pega, esquiva y envejece.

Siempre he querido tener la nariz de un boxeador. No hay nada más merecido. Así que allí estoy yo, frente a Google, viendo los videos sin darles play.

No puedo evitar sentir que esa gente es parte de mí, hay algo obsceno en observarlos, incluso, ganar.

En Cuba también los maduraban a golpes, pero hay golpes y golpes. Cada boxeador cubano se iba a batir con algo más que un contrario de carne, hueso y tripas; cada puñetazo, cada finta o golpe efectivo de la escuela cubana de boxeo, reafirmaba que no estábamos equivocados como nación, que íbamos bien Camilo.

Y esa ha sido, de lejos, la mejor cosecha de la politización extrema. Que el boxeador sepa que pelea por la Patria, lo mismo que el cardiólogo cura por la Patria. Que ambos se fumen un cigarro juntos hablando de la Patria. Nunca un púgil cubano, después de 1959, fue sin esto al ring.

Pero que millones de mandíbulas muerdan simultáneamente el protector bucal no quita que haya un momento de soledad absoluta para el boxeador. Es cuando un golpe lo saca de este mundo y lo coloca en el otro. En ese momento no hay ideología, ni 12 millones de cubanos.

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Lo descubrí en una pelea de Odlanier Solís, Olimpiada de no sé cuándo, un inglés en el primer round encuentra una brecha para uppercut que entra como un rayo de sol en el mentón de nuestro héroe. Odlanier ataca, pero en cada vuelta de esquina, por la misma brecha milagrosa, le espera, idéntico, el uppercut.

El inglés lo ha pillado, no hay quien resista por mucho tiempo uno de esos ataques limpios al mentón. Un par de minutos después sabe que está listo para despacharlo. Lanza un golpe de remate, la barbilla del cubano se eleva al cosmos, y flota en esa otra playa, silenciosa, durante un par de segundos. Entonces suceden dos milagros, el primero es que su cuerpo no cae, el segundo es que tocan la campana. En la esquina roja, Sarvelio o quien sea, le dice un racimo de cosas que redundan en una: cuídate del uppercut, que te llega siempre por tal coordenada.

Odlanier localiza la coordenada y aplica la escuela cubana. Esquiva. Esquiva ese uppercut. Cada movimiento del inglés es bloqueado o empobrecido antes de nacer. Puro ajedrez, que deja sin repertorio al inglés, y lo desespera. En el segundo round Odlanier lo supera a puntos, en el tercero casi lo noquea.

Ha dado una disertación de creatividad e ingeniería, ha tomado al toro por los cuernos.

Pero en aquel par de segundos Odlanier comprende que aun cuando una olimpiada supone 12 millones de mandíbulas hinchadas de trascendencia mordiendo el protector con él, se siente incurablemente solo. Y esa bola le crece por dentro. Más adelante abandonará el amateurismo cubano, y saltará al profesionalismo.

Mi criterio es que se lo tomó demasiado al pie. Siempre he creído que deportista y poeta son una misma cosa, ambos son célibes; ambos, sobre toda tentación mundana, persiguen marcas imposibles. La nariz de un boxeador es la nariz interna de un poeta, por ejemplo, como Baudelaire, (donde lo hermoso existía – por rebeldía- en su contrario).

El hombre persigue lo hermoso aun cuando eso suponga su propia ruina. Suponer que no se está solo, suponer que ninguna meta es prosaica, es una hermosa manera de engañarse, de posicionarse ante la trivialidad de la vida y la muerte. La política suele ser un buen esteroide para este hábito entrañable.

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