La hija del árabe

Foto cortesía de la entrevistada

La hija del árabe

15 / julio / 2016

“Mi papá me puso Samira. Quiere decir ‘princesa’ en árabe. Es el gesto de cariño que más me ha durado, mi nombre. Cuando alguien me llama, cuando me dicen Samira, creo que escogió el mejor nombre, y me dejo llevar por su música: Sa-mi-ra…”

Pide un mapa. Explora con el dedo el extremo de la península donde queda Yemen. El mundo es muy ancho: Yemen es una mancha; Cuba, otra. Y no se ven tan distantes. África, el Mar Rojo, el Atlántico, no parecen inabarcables.

“Me han contado que mi papá vino con doce años. Él es chiquito, ¡cómo se vería en esa época! Hizo la secundaria en la Isla de la Juventud. Su país era socialista también. Estuvo en Cuba hasta el 2000, cuando yo tenía un año. Por eso no tengo ningún recuerdo de él.”

Yemen del Norte, Yemen del Sur. Como Corea del Norte y Corea del Sur, como Alemania Oriental y Alemania Occidental. El mapa de la Guerra Fría desbordaba grietas.

“Hace poco vi a mis abuelos por primera vez, en una foto. Estaban sentados en unas alfombras. Mi papá dice que los encontró muy pobres cuando volvió a Yemen. Él se había graduado de agronomía en Cuba y tuvo que sostener la familia. Eran ellos o nosotros. Cuba o Yemen. Me cuenta que dudó, quería volver. Pero ya no podía. Pasaron doce años sin noticias. Sólo ahora me enteré que tengo hermanos allá. Shima nació un par de años después que yo. No sé cómo se imaginan a Cuba, pero yo les mandé una foto con un pañuelo en la cabeza, para que no me sientan tan extraña.”

Yahya Alí tenía amigos en la facultad de medicina. A veces pasaba frente al edificio de Eldrys, la madre de Samira. “Dice ella que mi papá se paraba a conversar, le hacía algún cuento, la invitaba a salir en su español raro, hasta que se fueron a vivir juntos.” Yemen era una referencia distante: pocas cartas llegaban de allá. A Samira le contaron que Alí se hizo vendedor ambulante de especias, mientras estudiaba en la universidad. Así mantenía a la familia. “Pregonaba ‘¡cumino!’ en vez de comino” –se ríe. “Cuentan que mi papá siempre andaba de buen humor, aunque en las fotos con mi mamá, con mi hermano Nabil y conmigo, casi no se le ve la sonrisa.”

En 2001 hubo carta de Alí: arriba, en árabe, el nombre de Alá, Dios. La fórmula quiere favorecer el reencuentro. Al final le dice a Eldrys: “tengo la esperanza que un día tú vengas conmigo a vivir en Yemen”. La segunda carta demoró años. “Ya yo iba a la escuela, y mi mamá me leyó algo” –recuerda Samira. “En una parte mi papá dice que prefiere estar en Cuba, aunque sea pidiendo dinero en la calle, a vivir en Yemen.” La carta cierra una etapa del drama: la ausencia se prolonga, Alí pide perdón. “Jamás podré lograr dinero para comprar pasaje” –parece una despedida.

“Yemen está en guerra” –Samira tiene diecisiete años y a veces ve el noticiero para seguir la suerte de su familia árabe. “Para mí la guerra es como una película, no se me ocurre cómo la viven mis hermanos. Estoy ansiosa, quiero que termine, a ver si mi papá puede venir a verme algún día”.

Desde que se popularizó el servicio de correo electrónico en Cuba, Samira escribe notas a Alí y recibe respuesta el mismo día.

“De pronto no comprendo qué ha pasado, cómo es posible que tantos problemas políticos del mundo nos mantengan lejos. Mi papá dice que después de la caída de las Torres Gemelas nada fue igual para los árabes. Algunas noches me sorprendo pidiéndole a Alá.”

“Él quiere que estudiemos medicina” –dice Samira. “Nabil ya lo hace, ojalá yo pueda cumplirle ese deseo. Estoy en el preuniversitario, y me esfuerzo para cursar al menos enfermería. Mi papá dice que si nos hacemos médicos podríamos reunirnos con él en Yemen, porque allí ‘un médico vale mucho’. Él es mi padre, pero no sé si yo me atreva a vivir entre gente tan diferente.” 

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