Una sensación de frío y acero

Foto: Carlos Melián Moreno

Una sensación de frío y acero

19 / mayo / 2016

Me ponen tenso los amigos que hice en mi abortada carrera militar, se me hace insostenible hablar con ellos más de media hora.

Lázaro es uno de los pocos amigos cercanos que todavía viste el uniforme verde olivo. La mayoría pidió la baja antes de graduarse; dos murieron reventados, en momentos diferentes, por una explosión neumática; cuatro se fueron del país; otro fue expulsado por tráfico de influencias.

Hace unos días me encontré a Lázaro. Su vida es poco menos interesante que sus canas prematuras, que asumo como un principio merecido de des-coloración, de caída gradual en la completa invisibilidad.

Como siempre Lázaro saltó a hablar de Alejandro, de quien ha sido, desde tiempos inmemoriales, una especie de sombra. Me contó con orgullo que aquel se hizo ciudadano español y emigró a España hace unos cuatro años, donde ejerció como ingeniero y le fue bien, hasta que decidió regresar a conocer a su primer hijo. Se demoró aquí algo más de lo prudente, y su puesto laboral allá fue ocupado por otra persona.

Al retornar a España, Alejandro debió sobrevivir en paro, vendiendo postales, almanaques y predicciones zodiacales.

Un hermano suyo asentado en Ecuador lo invitó a recuperarse allí, y le costeó el pasaje. Bregó un tiempo como mecánico de autos hasta abrir un pequeño negocio de redes de comunicaciones. Visitó Cuba un par de veces hasta que, por fin, logró sacar a su joven familia.

En su última estancia en Santiago organizó una fiesta con quienes recordaba. Tras hacer un aparte con Lázaro –único de nosotros que conservaba aquel halo santo de los “camilitos”, y que peor parecía estar– Erick le regaló 20 CUC. A la semana siguiente no regresó a Ecuador, como todos creían, sino que subió con su joven familia a los Estados Unidos.

Creo que esa fiesta fue un enterramiento, pero hacia arriba: un pedestal. Todos habíamos nacido en el 79, todos vivimos juntos épocas de auge, fervor y descalabro. Habíamos sido militantes y militares por voluntad. Habíamos tenido que suministrarnos nuestras dosis personalizadas de honor, resistencia y épica, esas que a la larga mantienen en pie a tantos militantes y militares ante las arbitrariedades y miserias de sus superiores.

Más que fiesta, fue la botadura con honores de un buque inservible y sin tripulación en ese mar muerto de tormentas fantasmáticas del pasado.

En un primer momento me costó imaginar a Alejandro bajo el sol, escondiendo a sus hijos en una camioneta, o sobrevolando en un Cezna la selva centroamericana. Pero recordé otro gesto suyo a finales de nuestro primer año de cadetes, que incubaba quizá una especie de destino en clave. Víctor, otro del piquete, consiguió saber que todos, o casi todos los “camilitos” de Santiago de Cuba, teníamos una deformación por desgaste en las rótulas de cada rodilla. Lo cierto es que nos obligaban a marchar mucho, como sonámbulos, y por consiguiente estudiábamos poco, como burros. Al menos en Santiago lo tenían claro: formaban hombres de guerra.

Alejandro y Víctor se hicieron radiografías, que dieron positivo, aun cuando no sentían nada en las rodillas. Se operaron, recibieron la baja FAR y un boleto de continuidad de estudios en la Universidad de Oriente, sin pasar el Servicio Militar. Un día Alejandro, con ambas piernas enyesadas, me sugirió que no me fuera de la Escuela de Cadetes, él y Víctor tenían hogares solventes, pero yo era muy pobre para regresar a Santiago.

Elegí la ruta larga, pedí la baja sin operarme, me zampé completos los dos años de Servicio Militar y luego hice oposiciones para la carrera de Periodismo. Ese fue nuestro parte aguas.

Lázaro me dice que nadie tuvo mi teléfono para avisarme de aquella fiesta. Creo que en verdad se olvidaron de mí, y doy gracias por ello. Hace poco mi hija, jugando, comenzó a darme voces de mando. Una sensación remota de quirófano acerado partió de mis  testículos y subió por la espina dorsal hasta la base del cráneo. No soy tan memorioso como sensible ante sensaciones de prevención y peligro.

Al final de la conversación, Lázaro se me queda mirando y me pregunta qué estoy esperando yo también para irme. Le digo que nunca se me ha metido en la cabeza, pero me distraigo en otra pregunta que es acaso la verdadera respuesta a la suya: ¿si algún día decido hacerlo –de una manera menos brutal que Alejandro–, me producirá igual sensación la referencia a Cuba?

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