Yo me abstengo

Foto: Alba León Infante

Yo me abstengo

24 / noviembre / 2017

El próximo 26 de noviembre no votaré. No hablo de dejar una boleta en blanco, o de anularla. Mi decisión es otra: no me interesa participar en un proceso eleccionario en el que ya no creo, no volveré a jugar a la farsa de un voto que no decide nada, no pienso engordar las estadísticas de asistencia sin participación y repercusión real. Este domingo, por primera vez, tomo una decisión política seria en Cuba: me abstengo.

La abstención en nuestro país fue, por treinta años, un tema olvidado. Algo lógico si entendemos que después de 12 procesos eleccionarios hasta el año 2010, el abstencionismo en la votación por los Delegados a las Asambleas Municipales del Poder Popular apenas alcanzó el 4.2% en su peor momento (2002). Y, siendo francos, un 95.8% de asistencia a las urnas es aplastante mayoría y respaldo.

En realidad podemos decir cualquier cosa contra el sistema electoral cubano: que es poco transparente, que segrega a quienes no convienen a los intereses del Partido Comunista, que apenas maquilla de democracia participativa el primer escalón polìtico de la isla, que posee una estructura de nominación a partir de comisiones de candidatutura pensada para perpetuar una élite de poder y no para socializarlo, como se esperaría de un Estado socialista. Pero jamás podremos decir que no tiene respaldo, que no es legítimo. Al menos estadísticamente.

Sin embargo, los tiempos han cambiado. Según datos del Anuario Estadístico de Cuba de 2017, el recuento de los últimos cinco procesos eleccionarios en Cuba —a Delegados Municipales— muestra una tendencia curiosa: en 2005 dejó de votar el 3.3% de los electores registrados, en 2007 el 3.5%, en 2010 el 4.1%, en 2012 el 5.8% y en 2015 no se presentaron el 10% de los votantes convocados. Dicho de otra manera, en 2015 dejaron de votar 841 314 cubanos en el único espacio donde realmente puede decidir algo nuestro pueblo: en los barrios.

En las votaciones para Delgados a las Asambleas Provinciales y Diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular, la curva de participación también es decreciente, hasta llegar al 9.1% de abstencionismo en el proceso de 2012-2013.

Aunque muchos podrían ver en esta decisión una postura apolítica, una desidia brutal por años de promesas y propaganda desgastadas —y en algunos casos no les faltaría parte de razón—, soy de la profunda convicción de que hoy, en 2017, no hay una decisión tan política en Cuba como el abstencionismo electoral.

Es simple, las boletas en blanco, las anuladas, las rellenadas con consignas o cualquier otra muestra de inconformidad, engrosan un número impreciso: el de los votos no válidos, una cifra que no decide nada, pero sí engorda el por ciento de participación. Finalmente, el resultado se decide, exclusivamente, por los votos válidos emitidos. De esta manera, cualquier intento de boicot queda en la nebulosa de la incapacidad y la poca seriedad de los cubanos para ejercer el voto.

En cualquier caso, y aunque crean tener una actitud muy contestataria, quienes anulan exprofeso su boleta contribuyen a que cada proceso electoral en Cuba cuente con un apoyo mayoritario.

La otra cara de la moneda es el abstencionismo, la forma silenciosa de mostrar el desacuerdo con el estado actual de las elecciones en nuestro país. Que el 3% del electorado cubano no vote, puede tener que ver con situaciones personales; pero que el 10% deje de hacerlo, en una isla donde los mayores medios de comunicación bombardean propagando sobre este tema diariamente, es notable.

También los cambios en las leyes migratorias han incidido en el resultado de las elecciones. Al no estar en Cuba, pero conservar la residencia y el derecho al voto, los viajeros no participan en el sufragio que, por ley, solo puede ejercerse dentro del territorio nacional. Si se quiere, podría achacarse a ello la gran causa del abstencionismo. De ser así, bastaría entonces con implementar un sistema electrónico para que los cubanos fuera de Cuba tuvieran la oportunidad de decisdir si votan o no. Particularmente, no creo variaría demasiado el panorama.

Mi primera vez, como elector, fue en 2005. Por entonces estrenaba 16 años y durante una década no dejé de hacerlo: en 2007 porque creía que mi voto decidía algo, en 2010 porque ya era costumbre, en 2015 para no contradecir a mi familia. Pero, como a casi un millón de cubanos, en ese tiempo a mí también consiguieron quebrarme los sueños.

Dejemos algo muy claro: no incito a nadie al abstencionismo. Respeto profundamente a quienes aún encuentran razones para poner su futuro en manos de otros que poco o nada podrán hacer; ellos han conseguido mantener viva —de una forma u otra— la esperanza en la renovación interna del poder político cubano. Pero ese no es mi caso. Yo, a mis 28 años, he perdido la capacidad de creer en las instituciones cubanas, he optado por la incredulidad. Me cansé de confiar y prefiero fiscalizar.

El domingo 26 no iré a votar, pero no será porque no me importe el futuro de mi país, o porque me dé igual lo que hagan con el poder que cada dos años y medio el pueblo cubano decide poner en manos de los Delegados, o porque me haya cansado de la política. Mi decisión de abstenerme se basa en no legitimar un sistema en el cual no me reconozco, un sistema que ha traicionado su esencia participativa allí donde se toman las decisiones reales de un país y que limita el accionar de quienes, desde su interior, tratan de renovar un ejercicio de poder enmohecido por décadas de estanco, conveniencia y burocratismo.

No quiero formar parte de las cifras que avalan la legitimidad de Asambleas Municipales que niegan la entrada a sus ciudadanos durante sus sesiones, que ocultan su mal funcionamiento tras un velo de secretismo, que prefieren enmascarar defectos a encontrar soluciones; no permitiré que mi voto reafirme el poder de quienes velan más por sus cargos que por sus responsabilidades con mi pueblo.

Mi abstención es, por primera vez en una década, la mejor manera de hacer política en Cuba. Y no seré el único.

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