iguana

Foto: Ahmel Echevarría.

Cero grados, huida en la noche y una iguana

2 / abril / 2024

A los pies de la ventana, del otro lado del cristal toma el sol una enorme iguana. Con una mirada similar, tras pegar mi testa al cristal colimo al lagarto. No se mueve, tampoco yo. 

Una lluvia de rayos UVA y medio millón de grados Fahrenheit caen sobre la iguana y hacen de South Miami Beach un sitio ideal para el spring break de 2024. Los residentes protestan ante la llegada de «los bárbaros». Dispuesto a leer cada cartel con tal de entender cuanto me rodea, en la puerta de un restaurante en el que advierten que solo se puede pagar con tarjetas vi otra señal tajante en relación con las vacaciones de primavera, ofrecían servicio solo a los residentes en Miami Beach. 

La oleada de estudiantes y ciertos «depredadores» que desfilan entreverados en el casi infinito grupo de jóvenes tensa las cuerdas en buena parte de la isla. La Policía decreta el estado de sitio, levanta barreras y prohíbe parqueo y circulación por ciertas calles y ubica check points en las arterias que conectan la isla con el continente. Un despliegue nivel película del sábado en la noche. 

En la duna de la playa, antes del crepúsculo veo desfilar a la caballería en sus jeeps patrulleros y quad bikes. Sentado siempre a la izquierda de la caseta del salvavidas, llega a mí el olor de la mariguana y el rumor de una profesora de yoga mientras hace de sus alumnos unos juncos demasiado flexibles. «Vida de contrastes», digo para mí mientras la caballería se aleja. 

No estoy incluido en el loco paréntesis en el que corre el alcohol, la música, mucha hierba, sudor, dinero y fluidos entre tantos pequeños detalles que tal vez nunca sabré. No me toca, al menos no por el momento. Así de sencillo. 

Al interior de la habitación del apartamento en el que estoy rentado soy un chipojo camuflado tras el pardo color del sobreviviente. Es el tono del pellejo de quien temporalmente dejó atrás casa, familia, amigos, barrio, costumbres y un país en estado comatoso. Desde un iPhone, con una cuenta ilimitada de T-Mobile y el muy añorado código telefónico de Florida, todo gracias a la ayuda de una gran amiga, veo una y otra vez los videos de las protestas en el oriente de la otra isla, Cuba

«Patria y vida», «libertad», «comida y corriente»… Negros pobres en su mayoría salieron a las calles. Es la gente más jodida, la que no puede irse ni siquiera del barrio. 

«Comida y corriente», no por básico ese alarido es en extremo político. Era el 17 de marzo de 2024. Es el 17M y por supuesto conecto mentalmente las imágenes con las del 11J y con la narrativa oficial que otra vez instaura el mismo relato

Tras el incendio de la Base de Supertanqueros en Matanzas, a una amiga que literalmente lleva años sin salir de su casa le dije que en Cuba podían suceder eventos todavía peores. «¿Qué cosa peor que esta nos puede pasar?», me dijo, chateábamos por Messenger. A través de la ventana de mi casa en La Habana veía la casi infinita columna de humo. 

De cara a esa otra ventana con vista hacia Cuba en la que ha devenido mi teléfono, sigo lamentando no haberme equivocado en mi pronóstico. El episodio del vice primer ministro y ministro de Economía y Planificación Alejandro Gil, con su peculiar timeline y extraña dramaturgia, es otra señal de la atroz caída en picada. El sujeto que pedía calma, comprensión y sacrificio, que tras ser liberado de su cargo recibió además no solo elogios del presidente, ahora es el centro de una trama de corrupción nivel película del sábado. 

Mi amiga no necesita que le recuerde mi vaticinio. La cifra de migrantes parece equivalente a una bomba de tiempo. Los jóvenes se van, Cuba se vacía, y mi amiga sigue sin salir de su casa. 

«Comida y corriente». Ambos sustantivos hablan no solo de una precariedad. Exigen deseo, placer, ¿de paso empoderamiento? Exigen una vida digna en cualquiera de las formas y combinaciones imaginadas o por imaginar. 

Entonces miro la iguana. Tengo comida, corriente. El aire acondicionado genera la falsa sensación de cobija, bienestar, seguridad. 

Fuera del apartamento y más allá del spring break, allí donde mires el equilibrio es precario. Todo parece al alcance de la mano o de un click o de un sueño o de una ilusión. Por eso es una ciudad y un país que no duerme, que no descansa, al menos no a escala humana. 

«Comida y corriente, recuérdalo, porque no hay equilibrio precario en la lógica del relato del país que dejaste atrás; todo se fue por el inodoro y lo sabes», parece decirme el lagarto, no mueve un solo músculo ni siquiera los de los ojos, «lo que imaginas y añoras de tu país es puro gas». Además creo que dice: «ese paisaje colorido, con su brisa, ciertos olores, mezclados con parlamentos de amigos, no existía ni siquiera en los dos años previos a la madrugada fría en que saliste de tu casa con un par de maletas». 

La iguana levanta la testa. «No hay perdón para los que fallan», pudo haber sido el último parlamento que el lagarto tenía reservado para mí. La frase corría en letras rojas sobre fondo negro, de derecha a izquierda, en un cartel electrónico en la parte trasera de una guagua a la salida del túnel en Miramar. Sí, la eterna manía de leer carteles y creer que en ellos hay mensajes ocultos. Cuando lo vi, corría detrás de una guagua y se me caía el calzoncillo. 

«Cero grados, huida en la noche rumbo al aeropuerto, mi madre iba conmigo», me digo de cara a la ventana; al volante del van japonés iba un tipo que nunca antes en mi vida vi. «Ese hombre es muy buena persona», me dijeron, «puntual, no habla mucho, y como todo el mundo necesita el dinero». Mejor así, pensé, que no hable y que necesite el dinero. 

En realidad, el termómetro no marcaba cero grados pero había un frío notable y en mi cabeza yo iba solo. De mi viaje casi nadie sabía, creo yo, lo manejé en secreto como si se tratara de una huida en la noche, a cero grados, por una carretera sin luces, dentro de un van estatal que esquivaba los socavones del asfalto. A los lados, devorado por la oscuridad, se alzaba el matorral del pantano a la salida de Cojímar. Kilómetros después, el sombrío paisaje, chato a ambos lados de la autopista, era pura manigua y no se advertían ni siquiera los penachos de las palmas que Heredia se llevó fijadas en el cerebro.

Dentro del van japonés nadie hablaba, nadie se miraba. Era el sonido del motor, las luces frontales, el silencio y el asfalto. No quise pensar en lo que pudiera estar preguntándose mi madre, tal parecía que en ese viaje ni siquiera iba yo. 

Pude haberme preguntado justo antes del checking o de la entrevista en la casilla de inmigración «¿qué me llevaré en las retinas o en el cerebro al partir? ¿Qué poema podría escribir yo con toda esa oscuridad, con toda esa gente que en la carretera intentaba abordar un camión o una guagua que los acercara al destino que no les solucionaría el problema?». Pero no quise pensar, tal parecía que en el aeropuerto no estaba yo.

A falta de las palmas en la distancia, una cinta de asfalto apenas iluminada por las luces del van japonés. A la ausencia de palmas, el gorrión que vi posado frente a mí después de hacer el checking y antes de la entrevista en la casilla de inmigración. Antes de abordar el avión, otro gorrión se posó muy cerca. 

Le hice una foto a la carretera y a los gorriones. En ninguna de las tres se ve nada. Puede que en mi teléfono esté el soneto, o mejor, el haikú, de una fuga a cero grados, huida mental, sin la compañía de nadie, es decir, tres formas de atrapar el vacío. 

De echar mano del ChatGPT o de cualquier artilugio similar a la hora del recuento de aquella madrugada, la IA cruzaría de siglo y personaje. Me pondría cual negro huyuyo a inicios del XIX. La rápida travesía desemboca en el siglo XXI y en la terminal 3 del aeropuerto «José Martí». 

Negro lozano, cuarentón, gafas de aumento. Sonriente en sus ropas claras, la muda usual en las jornadas del trapiche y el trapicheo. El país como un gran ingenio venido a menos, que ya no muele cañas sino almas y mucha carne aunque no quieras dejarte atrapar. 

El ingenio muele todo el tiempo. Muy alta la producción del país, una molienda que, como en mis fotos, crea un vacío. La molienda, eficiente, incide de manera inversa en el producto interno bruto y allí reside la atroz maravilla de la estadística nacional. 

Miro la iguana. Las espinas y escamas de su lomo me recuerdan buena parte de los días dejados atrás. «Y los que están por venir», parece decir el lagarto. 

Largas las uñas, arañan el cristal. El chirrido es la banda sonora de la tarde que cae tras la ventana de un apartamento rentado a precio de cochino enfermo y que sin dudas es un milagro, ahora y aquí, mundo pospandemia. «Comida y corriente», me digo, es muy grata la falsa sensación de cobija, bienestar, seguridad. 

«Mi lomo es el sendero que vas a transitar», parece decir la iguana. Parada sobre sus cuartos traseros ha pegado su panza estriada en el cristal. Musiquita estridente la de sus uñas, hiere incansable una superficie que el bicho no entiende pero que está bajo sus patas, la barriga y el agujero por el que eyecta las excretas. 

«Soy la iguana», me digo con la cabeza pegada al cristal. En algún momento me saldrán las espinas, porque ya tengo la transparente y dura superficie bajo mis pies, y la araño y miro al bicho sin mover ni siquiera los músculos de mis ojos. Mi lomo también será el camino de los que vienen detrás.


ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.

 

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