Carbonero

Foto: Leandro A. Pérez

Carbonero

24 / junio / 2016

A veces trabajan ocho horas, a veces más. Todo depende de la urgencia con que deban completar la carga que se llevará el próximo viaje y de la calidad de la materia prima que procesan. Por lo pronto, su objetivo tiene números definidos: mil sacos de carbón de primera calidad llenan un contenedor de 20 toneladas. Procesarlos y estibarlos les reportan a cada uno 500 pesos. Para conseguir esa cifra –trabajando a plena capacidad– necesitan entre tres y cuatro días.

Aprovechando el receso forzado por nuestra visita, Víctor repasa sus cuentas mentalmente. No puedo evitar observarlo mientras las musita, como un rezo, sorbiendo de paso el aire que se ha hecho más respirable desde que se detuvo la zaranda mecánica que mueve los trozos de carbón.

Cuando le pregunto, me dice que se llama Víctor Yanior Paredes Vázquez –aquí todo el mundo al presentarse menciona sus dos nombres–, que tiene 20 años de edad y hace solo unos meses terminó el Servicio Militar en una prisión de la ciudad de Camagüey. Antes había completado los doce grados en el preuniversitario del municipio y cerrado su capítulo en las aulas, porque la cabeza no le daba “pa´l estudio”.

El día en que se vio “civil” y con toda la vida por delante, sintió miedo. Su mundo inmediato se llama Saimí y no pasa de ser una minúscula comunidad de pequeños edificios de concreto ubicada junto a la línea del Ferrocarril del Norte, con una escogida de tabaco y un terreno de pelota que todos los fines de semana se anima con improvisados torneos de vecinos.

 

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Foto: Leandro A. Pérez

Por suerte o por desgracia todo lo demás puede resumirse en una palabra: marabú. Las malezas cercan casi completamente el poblado, dominan los campos que antes se destinaban a la papa, los cítricos y otros cultivos. Eran los tiempos en que Sierra de Cubitas acogía el tercer mayor plan de escuelas en el campo del país y su infraestructura sumaba cada año nuevas carreteras, acueductos y otras obras que le iban cimentando un futuro promisorio.

Víctor no conoció aquellas épocas. Desde que nació, solo ha sabido de apartamentos que se vacían y antiguos preuniversitarios en el campo que con los años se han ido convirtiendo en ruinas de las que cada noche algunos roban puertas, ventanas y cuanto material pueda reutilizarse en la construcción.

Entre tantas carencias el carbón ha venido a ser poco menos que una bendición. Se trata de un trabajo duro en todas sus etapas, pero que aporta ingresos muy superiores a la media del municipio.  Además, la abundancia de marabú hace que la materia prima no sea motivo para preocuparse.

Un día algunos vecinos le propusieron a Víctor que les uniera en la pequeña planta de beneficio de carbón de Saimí. “Planta” tal vez resulte un término excesivo, que de idea de una “industria”. En realidad no pasa de ser un viejo local reacondicionado, con palos atravesados en los vanos de las ventanas para impedir los robos, estibas de sacos ya procesados y en el medio, una zaranda artesanal.

Con ella, Víctor y sus tres compañeros van separando el producto en tres categorías: primera, segunda y rechazo. Una se destina a la exportación, la otra a los clientes nacionales y la última a fertilizar canteros de organopónicos y siembras de tabaco. “Esto es mucho menos duro que hacer el carbón”, aclara. “Lo más malo es el polvo, que se levanta apenas comenzamos a trabajar y se le mete a uno hasta por los poros. A veces por la noche todavía estoy botando el carboncillo por la nariz”.

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Foto: Leandro A. Pérez

La costumbre le hace no tener en cuenta el ejercicio constante de levantar y bajar los sacos, palear el carbón y estibarlo cuando llegan las rastras con los contenedores. Tampoco le da importancia a las guardias que hace cada cuatro noches, para evitar que algún amigo de lo ajeno les “madrugue” el esfuerzo de tantos días.

“Hay que sudar pa´ ganarse los frijoles”, dice sencillamente, mientras aprovecha para tomar agua de un pomo plástico magullado y manchado por el hollín. Dentro, sus compañeros comienzan a preparar la nueva carga que cernirán. Pasan de las doce del mediodía y de hoy aún les faltan unos 200 sacos por completar. Dicen que el dueño del negocio es turco, aunque ellos no están muy seguros. Lo que más les importa es lo que harán con el dinero que ahora “sudan”. Ese que Víctor musita en cuentas mentales, como un rezo, mientras vuelve a colocarse junto a la zaranda y el hollín se levanta.

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