San Narciso de Álvarez es un pueblo de Cuba abandonado. Foto: Yandrey Lay
El pueblo sin jóvenes
3 / abril / 2017
Las casas cerradas, a medio construir o destruir, anuncian que el pueblo está muriendo. También lo dicen por las claras los escasísimos jóvenes. Huidizos, tristones, se esconden detrás de sus mayores para que no los atrape la fiebre del abandono en San Narciso de Álvarez. Niños hay tan pocos que la escuela cerró pues, como dijo una autoridad hace tiempo: «para qué tener abierta una escuela con solo tres alumnos».
De la antigua gloria de Álvarez apenas quedan las paredes del viejo cementerio y el recuerdo de los lugareños de que el pueblo fue una «cosa grande». Muros, ruinas y el antiguo callejón que, dicen, iba hasta La Habana. A veces va gente extraña por allí; quieren ver a los viejos, preguntarles si se acuerdan de algo, pero tampoco quedan muchos viejos, solo uno que ya está medio ciego en el caserío y otro más allá por Jiquiabo.
Lo que casi nadie sabe es que, a finales del siglo XVIII, San Narciso de Álvarez era uno de los más importantes emporios ganaderos del país. Situado en medio del Camino Real, Alejandro de Humboldt lo identificó como el punto que dividía en dos la Isla, y el obispo de Espada y Landa lo visitó en par de ocasiones. Su jurisdicción era tan amplia que abarcaba los actuales municipios de Corralillo, Quemado de Güines y Santo Domingo, y fue el párroco de Álvarez quien, en 1796, ofició la primera misa de Sagua La Grande.
La maldición cayó sobre ellos a un ritmo lento pero inexorable. El pueblo quedó fuera del trazado del ferrocarril, primero, y de la Carretera Central, después. Y este olvido, al parecer nimio, fue el principio de un eclipse que ha durado hasta hoy. Abandonado por la mano de Dios y enfrentado al progreso, Álvarez perdió su iglesia, su cementerio y la mayor parte de su gente. Si en 1858 tenía 2327 habitantes, solo quedaban 846 en 1907. Cuando el párroco Raúl Rodríguez Dago los visitó, en abril de 2007, había 17 casas. Yo apenas conté una decena.
El cementerio todavía puede fotografiarse, pero de la iglesia solo quedan cascotes. Los lugareños han tomado la mayoría de las piedras para hacer los cimientos de sus casas, echar paredes que pronto se deciden a abandonar o, como me reveló una anciana, para construir una parte de su cocina.
Cuando llegué a la Carretera Central y pregunté dónde quedaba Álvarez, una muchacha señaló un camino de tierra roja y dijo: «Siga recto por ahí, hasta el fin del mundo». Tenía razón. El fin del mundo se encuentra a ocho kilómetros de la civilización, cruzando un páramo de soledad, agobio y con el marabú por única compañía.
Por eso la gente se va de ahí, por eso y porque para ir al médico o la escuela tienen que viajar al Triángulo —otro caserío abandonado por Dios a tres kilómetros de Álvarez—, porque el ómnibus solo entra tres veces por semana, porque para salir de allí tienen que subirse a una volanta (coche biplaza tirado por caballos), un medio de transporte tan incómodo que alguien me confesó: «les tengo tanto odio, que ya no las quiero ni ver».
Son varios los destinos de esta diáspora: el cercano Cascajal, Santo Domingo, Santa Clara. Cualquier lugar parece bueno con tal de abandonar el fin del mundo. Y esos, los que se van, jamás vuelven. Prefieren llevarse a sus padres o abuelos de visita, o definitivamente, y cortar cualquier atadura con el pasado.
Es lógico, buscan mejores oportunidades de estudio y de trabajo. Acercarse a los hospitales, en caso de las personas mayores. Escapar de la tierra roja y el fango que se pega a la ropa como un colorante pegajoso. También huir del aislamiento, de la desidia, de un pueblo al que solo le queda su historia y los muertos antiguos, pues los más recientes están sepultados en Cascajal.
La parábola de Álvarez tiene una moraleja. Cuando un pueblo se queda sin jóvenes se convierte en un árbol sin frutos, seco, que ha extraviado su futuro. Los jóvenes siempre van detrás del progreso. Los otros, los que se quedan por comodidad o temor, son viejos, aunque tengan la piel lozana y los ojos todavía brillantes.
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