La primera vez que oí hablar de un tikrit fue entrevistando a Emerio Medina, el escritor holguinero. Me contó de dos tipos que iban de cacería por una estepa (él estudió ingeniería en Uzbekistán), entonces uno decía, “mira un tikrit” y el otro apuntaba y disparaba sin éxito. Las criaturas corrían de un lado a otro, como si fuesen liebres, y trajinaban a esos cazadores que estaban en un grado de demencia avanzada.
Cuando le pregunté a Emerio cómo eran los tikris creo que se encogió de hombros o me hizo entender -o fue lo que quise entender- que lo más importante no eran los tikris, sino aquellos tipos en la estepa a los que recuerdo descalzos sobre la nieve. (Emerio, si por casualidad te lees esto, quiero que sepas que no me he ido del país, sigo aquí, solo que me mudé para Santiago).
Me gusta tanto mi versión que no quiero que nada me la destruya, así que nunca he buscado el cuento. Sin embargo, aquello se me quedó en la cabeza y un tiempo después quise hacer mi propio tikrit y escribí una historia para cine que todavía me gusta, pero que estructuralmente no es muy sólida. El cine —y eso me molesta mucho— es muy artesanal, rígido, matemático, como para tontos; si la estructura falla todo se va abajo en las salas junto a esos miles de dólares que empleaste para pagarle al equipo.
Mi historia va de un tipo que vive con un trikit en Santiago de Cuba, en el distrito José Martí, en unos de esos edificios Gran Panel soviético que son como gaveteros blindados donde vive gente con ventilación escasa, libretas de abastecimientos y puertas de malla antimosquitos… y deseo, mucho deseo.
El sujeto trabaja en un matadero, es jefe de almacén. No tiene jeva, no tiene padres, es un asqueroso producto de sí mismo. Todos los días vende un trozo de carne robada y se emborracha con el dinero.
En una de sus borracheras conoce a una tipa que baila para él (como yo tampoco sé su nombre le puse la Mujer Roja). Él se obsesiona con encontrarla y tener el control de su propia vida. Intuye, tiene la corazonada, de que ordenándose la encontrará.
Pero resulta que ya su trikrit está demasiado grande. Ocupa casi todo el pasillo, desde la cocina hasta la sala. Ya no es el animalito peludo que un disidente le pidió cuidar antes de exiliarse, sino esta cosa enorme y pedorreta que comenzó a demandar sangre animal, vísceras de cerdo y res.
Entre el tikrit y el tipo existe una extraña simbiosis. Es esa bestia que uno cría sin darse cuenta y que después cuesta matar, porque uno está hecho de ella. Un buen día te decides a acabar con toda esa mierda, y comienzas a ordenar tu cuarto, la sala de tu casa; vas a la barbería y pides que te arreglen; vuelves a tu cuarto y te topas con tu condenado tikrit. Y ese es el momento decisivo ¿Qué hacer con este trozo de uno mismo?
No lo sabes.
Afuera, en la calle, también hay reflejos de esa enfermedad social llamada tikrit, hecha de poderosas pulsiones creativas y poderosos muros, levantados a veces en uno mismo, que impiden el desarrollo de la gente.
En una escena se ve a unos 15 hombres medio sonámbulos de hambre y deseo jalando una soga, sacando este enorme volumen de carne viscosa semejante a un pepino de mar negruzco y manchado.
En otra escena pasa una rastra con un tikrit muerto encima chorreando algo así como ese jugo que destilan los basureros.
Estuve casi un año reescribiendo el guión hasta que me di cuenta que estaba obsesionado con esa criatura llamada tikrit como aquellos cazadores descalzos en la estepa boreal.
Y por supuesto —creo que esto nos pasa a todos— a veces soñaba que le hacía el amor a la Mujer Roja, o mejor dicho, que la Mujer Roja me hacía el amor a mí. Hubo otra etapa en que comencé a querer actuarlo yo mismo porque no me imaginaba otro rosto, otra expresión que no fuera la mía para aquel pobre tipo cuyo tikrit poco a poco se fue instalando en mi cuarto, al lado de nosotros con su digestión lenta y desagradable. Le calculaba un tamaño mediano respecto a los que pude ver en mi relato. Pero estoy seguro que seguiría creciendo y creciendo hasta expulsarnos, incluso, del país.
Mi tikrit sería gigantesco. ¿De qué tamaño sería el tuyo?
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Jesse Diaz
emerio