Foto: Pxhere.

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Erotismo condicionado y cultura patriarcal

7 / noviembre / 2020

Hay un mapa de los “indicadores de erotización”, un mapa presumible, vigente y funcional, por así calificarlo, y está hecho a partir de mapas anteriores que han sido dibujados y divulgados durante milenios, y en los que se pone de manifiesto un “saber” patriarcal en torno a los rituales de apareamiento y sus actos preliminares, sus suburbios o inmediaciones.

Un ritual de apareamiento es, en principio, ese dar vueltas y vueltas alrededor del sujeto deseado, viaje que se compagina con otro de su tipo, cuando uno es, también, “objeto de deseo”. El ritual depende de la eficacia o no de varios tipos e intensidades de lenguaje que entran y salen de la escena. El ritual puede subvertirse desde la mirada individual y desecharse o intervenirse de acuerdo con los parámetros y las expectativas de un sujeto equis, más o menos conocedor (más o menos consciente, precisemos) de los dispositivos de la cultura patriarcal.

Sin embargo, no por ello el ritual desaparece aunque podría ser desmontado. Además, no todos los rituales son “malos” desde la óptica de la “hegemonía digresiva”. O sea: esas formas de dominación/imposición que operan indirecta e inconscientemente, como si dependieran de una digresión instintiva e involuntaria. Por otro lado, no todos los rituales expresan o activan, aunque fuera subconscientemente, “situaciones opresivas”. El problema se encuentra en los automatismos arbitrarios o más o menos tiránicos que el ritual “admite” y concentra como componentes básicos. Hay tiranías que marchan tan suave y silenciosamente como una maquinaria bien aceitada.

Ahí, en esos rituales, hay una micropolítica. Un conjunto de gestos y actitudes y respuestas (condicionadas o no) que son, de manera indirecta, un reflejo de una macropolítica sexista y patriarcal, de dominación. Ese lugar común que dice que el sexo es político, no por reiterado y reiterativo deja de ser cierto o deja de desempeñarse como lo que es: una envolvente, cautivadora y sensual (en los “mejores” casos) recámara de domesticaciones. No hay más que ver la llamada “pornografía cubana”, de la que me ocuparé en otro momento.

En ese portal de la carnicería a la que me he referido en mi artículo anterior, y donde siguen reuniéndose muchachas y muchachos, he visto y escuchado cosas que prueban cómo el mapa, aun cuando reverencia lo patriarcal, puede ser puesto de cabeza y hábilmente manejado. Muchachas que, por ejemplo, primero aceptan esos “indicadores de erotización” y luego los subvierten, con lucidez e ingenio, para controlar ciertas situaciones y emociones.

Encuentros, pactos, desencuentros

Cuando vivía en la escuela vocacional “V. I. Lenin”, donde permanecí becado seis años hasta dar inicio a mis estudios universitarios en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, fui testigo varias veces de algo que hoy, al parecer, sigue presentándose como artilugio de eficacia discontinua. Me refiero al hecho, de regularidad intermitente, de que una mujer se hace o puede hacerse acompañar por otra en determinadas circunstancias, en los inicios de un diálogo erótico con un hombre, o cuando ya el deseo empieza a revelarse y se avecina, “organizándose”, en el ritual de apareamiento. Estoy aludiendo a una tipología que de vez en vez, de forma “arrítmica”, se manifiesta entre personas muy jóvenes y no tan jóvenes.

Hay muchos “índices de belleza” que son de origen patriarcal. Son índices condicionados y en ellos hay énfasis que varían. (El hecho mismo de que exista un conjunto de índices nace en una sensibilidad patriarcal.) A esto se suma la virtualidad creciente de los intercambios eróticos gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación. Así, de modos disímiles, se “colorea”, por así decir, esa “tipología” de la “ayuda”. Podemos imaginar el suceso: una mujer B se suma a (va en auxilio de) una mujer A y ambas, concertadas y de mutuo acuerdo, acuden a una cita física exploratoria donde un hombre C es “estudiado”. ¿Suele esto ocurrir de veras? Yo diría que a veces ocurre, o, por lo menos, que hay condiciones para que ocurra. Ya sea por su presunta “peligrosidad”, por el carácter desconocido de sus intenciones o por pura precaución, el hombre C “merecería” ser sometido a examen. Y hablo, insisto, de una cita real posible, una cita que hoy no se comporta como una regularidad, pero que deviene una opción.

Ahora bien: allí habría dos perspectivas probables. La de las mujeres que deciden acompañarse mutuamente porque se trata de un conocido desconocido que se ha metamorfoseado en “pretendiente”, y la del hombre que “pretende” y acepta la “normalidad” (porque es “tolerable”, digamos) de la presencia de una segunda mujer. Este hombre, si lo observamos desde un punto de vista lógico, daría por hecha la realidad o la posibilidad de la aparición, en el territorio del diálogo, de esa mujer B. Lo tremendo aquí es que el hombre podría, incluso, prever ese acompañamiento, y esta manera de razonar suya, tan “previsora”, es, desde luego, muy patriarcal. Porque vale conjeturar que ese hombre C alcanzaría a creer, con gran suficiencia, que él está “de regreso de todo”. O sea, en su mente él es capaz de analizar la cuestión de la siguiente manera: esa conducta femenina “de pura defensa preventiva” pasa a ser una conducta “prevista”. La lógica patriarcal tiene la “capacidad” de preverla.

El colmo de la superchería, que al parecer se esconde detrás de un artificio estético lleno de falsedad, es que la mujer B, acompañante de A (la “pretendida”), “tiende a ser” menos “bonita”, menos “sensual” o menos “interesante” que la propia A. Dicho artificio se origina “espontáneamente” y es el subproducto de una narrativa ferozmente dogmática. Si seguimos por ese camino en busca de ciertas verdades que enarbola el dogma patriarcal, el escenario quedaría como si A se preparara para una fiesta de galanteos y escaramuzas eróticas, y B para una batalla secreta. En la lógica patriarcal ciertas trampas se automatizan y llegan a la frontera de la humillación, el maltrato, el vilipendio. Y, sin embargo, lo común es que esto apenas se perciba, pues lo que se nota en el primer plano de esa experiencia es un “simple” juego de tensiones eróticas en busca de un dato: si la compañía del hombre C es funcional (desde todo punto de vista) o no.

Feminidad y feminización

Aquí ocurre una especie de desplazamiento de atributos como se observa, por otra parte, en la discordia producida entre la feminidad y la feminización. Más allá de la simplificación (y simplificar es, a la larga, agredir la verdad), los esquemas pueden, de momento, servir. Digamos que la feminidad es algo “natural” (este concepto es de los más traicioneros que existen), y que la feminización es un proceso consciente (o más consciente que inconsciente). Pero tanto la una como la otra constituyen dos cuestiones manipuladas por la mirada masculina con poder. La mirada que tiene, en ese mapa de la erotización y el erotismo, una especie de guía práctica a la que haré alusión más adelante.

Ambas, feminidad y feminización, se hallan intervenidas, desde hace siglos, por esa mirada cuyo poder es capaz de organizar atribuciones, re-atribuciones y des-atribuciones. El examen patriarcal, paternalista y enjuiciador de la mujer organiza y distribuye lo erótico. Organiza y distribuye, además, la erotización y sus “marcas” con respecto al horizonte de libertad individual de las mujeres, juzgado peligroso por dicha mirada.

Me refiero a mil y una referencias que, en forma de listado de preguntas, aseveraciones y presunciones, esa mirada “regala” a la mujer como si fueran sugerencias, consejos, cuando a la larga no hacen más que formar parte de un sistema, sutilmente impuesto, de actos, marcas, signos, indicios y prácticas cuyo desmontaje debería comenzar con una interrogación básica: ¿quién y por cuáles motivos dice qué es lo erótico y qué no lo es?

 

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