No sé si viste que hace unos días, de madrugada, explotó una moto que tenían enchufada a la corriente. En Lawton, aquí cerca. Hace rato que veo denuncias de eso. De que esas motos eléctricas explotan, catapún, y achicharran el perímetro. Las fotos circularon en la mañana y eran muy tristes. Las casas quemadas, la gente tratando de salvar cosas. Gente que no sabe dónde va a meterse porque cualquiera te presta un sofá donde pasar la noche, pero eso no suele durar un mes y aquí conseguir casa es un martirio. Aquí conviven tres generaciones en un cuarto: los primos, los abuelos. Cada vez que alguien nace hay que reacomodar el poco espacio y esperar que otro muera para recuperarlo.
Tampoco hay suficiente capacidad en las casas de tránsito, que es el nombre oficial de los albergues. Son, por ejemplo, escuelas donde meten dos familias en un aula, o un local en desuso que habilitan como se les ocurre, con un baño para quinientos o como se pueda. Muchos se filtran y muchos no tienen paredes divisorias. El Gobierno envía cajitas de comida a muchos que no tienen condiciones para cocinar. He conocido gente que lleva años en un lugar de esos. Que entraron siendo niños y ya tienen niños. Por eso nadie quiere acabar ahí. Por eso hay quienes siguen jugándose la vida en el derrumbe.
Pregunté a amigos de Lawton, pero no sé a dónde fueron a parar los del incendio. Siete familias. Vi una foto en Facebook: una muchacha con su niña en brazos. Tenían tremendo dolor en los ojos. Quien puso el post decía que la niña no tiene ni zapatos. En la foto sale descalza, con una batica. También vi que crearon grupos de ayuda, puntos donde dejar lo que uno pueda para donarles. En el noticiero, cuatro días después, mencionaron el caso. Alabaron la actuación del Gobierno local. Pero cuando pase el tema, cuando se nos olvide, esas familias seguirán sin nada. O en un albergue. Sabrá Dios hasta cuándo.
Yo he visto a mucha gente perder la casa y quedarse en el aire. Con lo que tienen puesto. Después de un ciclón, después de un tornado, después de un aguacero. O porque un día el techo no aguantó más. Y he tenido que hablarles, entrevistarlos, sin saber qué decirles. He tratado de ser lo más cool posible, de darles esperanza. He tratado de sentir lo que sienten, pero es por gusto. Nadie sabe nunca lo que es la pérdida y el desamparo hasta que uno se acuesta teniendo algo y se despierta sin nada.
A mí una noche, en Santiago de Cuba, me robaron la laptop. Un bandido trepó al segundo piso donde yo estaba y le metió las manos. Yo tenía la máquina en la cama, había estado viendo una película y me quedé dormido con ella arriba. Desperté y no estaba. No es lo mismo que perder una casa o perderlo todo, pero te juro que sentí que era mejor morirme. Pensaba en cómo sacar el dinero para comprar otra. Pensaba en toda la información que tenía ahí: mis textos, sobre todo, mi trabajo, mi tiempo. Y llegó la policía. Hicieron entrevistas, tomaron huellas, fotos, los perros siguieron un rastro infinito. El jefe de los peritos me dio confianza. Lloré todo el día.
Salí de Santiago para Santa Clara. Me habían invitado a formar parte de un festival de crónicas. Llegué agotado. Arrastrando los pasos como si me faltara la mitad. Es lo más cerca que he estado del despojo.
A los dos o tres meses me llamaron: “Archivamos el caso”. Y nada más. Hasta el sol de hoy.
Llevo días pensando en la niña de la foto. En las siete familias. Tengo ganas de comprar un edificio y decirles: “Vivan ahí, no sufran más ni pinga”. De ahorrarle los materiales al Gobierno y de paso ahorrarles el reportaje de la entrega de viviendas, en el cual salen con lágrimas de gratitud los mismos que estuvieron años en un albergue. Pero no tengo ni dónde vivir ni dónde caerme muerto.
También he pensado que tal vez mañana el noticiero dice que les dieron casa a todos, como cuando el tornado. Ahí hasta yo saldría a agradecerles. Pero dudo que pase.
Cuéntame algo que me siente mejor.
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