Los nuevos contrarrevolucionarios exhiben credenciales públicas de revolucionarios intransigentes porque son, es tan sencillo entenderlo, los oportunistas de un proyecto político revolucionario.
Los nuevos contrarrevolucionarios sospechan y señalan disidencias en cualquier átomo de pensamiento útil, o diferente al suyo, porque por razones obvias, saben por naturaleza que en una fortaleza sitiada los traidores nunca disienten: traicionan.
Los nuevos contrarrevolucionarios no creen en la justicia, ni en la igualdad de todos ante nuestras leyes y la Constitución, saben que es el legado de la Revolución para hacer el Socialismo en Cuba, regaladle una Constitución de la República a uno de ellos –me consta– invocadla ante ellos y tendréis a continuación un enemigo eterno y al mismo tiempo moribundo –gracias Roque Dalton–.
Los nuevos contrarrevolucionarios no reparan por ello, llegado el caso, en violar, conculcar y subestimar derechos conquistados por la Revolución, o por nuestros ancestros, o en condicionarlos, o en justificar públicamente su inaplicación, si ello les hace parecer decididos, firmes y por supuesto, revolucionarios. Saben perfectamente que cuando el Derecho es de todos, para todos, entonces ya nadie puede monopolizarlo, nadie está por encima de él. En la antigüedad a ese sueño de la arbitrariedad se le llamó atinadamente privilegium, que quiere decir, ley privada. En 1804, en Gran Bretaña, el Obispo Watson diría ante la Sociedad para la Supresión de Vicios con inusual sinceridad: “Las leyes son buenas para los pobres, pero, desgraciadamente, están siendo burladas por las clases más bajas. Por cierto, las clases más altas tampoco las tienen mucho en consideración, pero esto no tendría mucha importancia si no fuese porque las clases más altas sirven de ejemplo para las más pobres; os pido que sigáis las leyes, aun cuando no hayan sido hechas para vosotros, porque así, al menos, se podrá controlar y vigilar a las clases más pobres”.
Los nuevos contrarrevolucionarios otean cotidianamente el horizonte, calculan minuto a minuto donde quiera que estén cada paso que dan, cada palabra que dicen o escriben, son maestros consagrados de la interpretación del pensamiento del superior jerárquico y del silencio, cuando es redituable callar, o sea: ser inteligentes, no meterse en problemas, como dicen entre los suyos. Los que no son accesibles a ese magisterio de la cobardía administrada son inmaduros, criteriosos, problemáticos, contradictorios y locos. Es mentira: saben que son peligrosos. Les consta.
Es por eso que los nuevos contrarrevolucionarios odian la historia, no sólo porque muchas veces son incultos –éste es un dato importante– sino porque quieren condenarnos a que cometamos los mismos errores. Cuando no pueden simplificarla o adulterarla, la historia es para ellos una pesadilla que no les deja dormir. Saben que su conocimiento sirve para la liberación de los hombres y no para su sometimiento, que las ideas, incluso derrotadas, laten en ella.
Los nuevos contrarrevolucionarios han copiado la técnica de la reducción de cabezas de algunas culturas para intentar reducir y empobrecer el pensamiento revolucionario en consignas, la verdad en frases huecas, la pasión en algo inocuo, la libertad en consumo. Saben que en ese pensamiento están las claves para comprender las condiciones de la opresión en cualquier circunstancia. Ahora intentan glorificar ese procedimiento, porque saben que la Revolución es hija de la cultura y de la crítica, porque saben que en Cuba existe una generación nueva, lúcida, anticapitalista y le temen.
Los nuevos contrarrevolucionarios dicen odiar furibundamente el capitalismo, pero le promueven travestido asépticamente como modernidad, eficiencia y prosperidad –las cosas buenas de los malos, dicen, a veces, cuando le disfrutan–. Quisieran borrar de la letra y el espíritu de la Constitución la salvaguarda ideológica que proscribe en Cuba la explotación del hombre por el hombre. Ellos saben que no es una simple frase, que detrás hay una idea sencilla y demoledora, una verdad, el capitalismo no produce pobres por defecto sino por necesidad. Somos anti imperialistas y nadie nos mete el píe, pero que bonito está ese zapato, ¿por cierto que marca es?, les cantó mordaz el grupo Buena Fe a sus cachorros.
Los nuevos contrarrevolucionarios espolean desde cada cota que ocupen el conservadurismo social, político y económico que ya practican en su vida privada, trasmiten su escala de valores como un patrón de éxito, se aseguran que así sea, porque saben que sobre ellos cabalgará el odio, el miedo y la ignorancia del otro, y eso puede bastar para matar la solidaridad, la bondad y la confianza. No dudan ya en devaluar la dignidad, en convertir la vileza en virtud, intentan destruir pacientemente los límites éticos en la impostura de la defensa de lo que no creen, porque saben que del abismo que se abra saldrán de entre nosotros mismos las bestias del pasado.
Los nuevos contrarrevolucionarios están hambrientos de poder, porque están obsesionados con lograr que se pierda en la memoria colectiva del significado de escoger la forma de gobierno republicano y el Socialismo. Necesitan desarmar la noción de ciudadanía y de democracia porque sueñan con una patria de consumidores, amnésica, insensible al dolor del otro, a la suerte del otro, enajenada. Por eso les inquieta más una opinión solitaria que el silencio, la inconformidad que la abulia. Es cosa sabida, también por ellos, que de vez en vez aparece un hombre, o una mujer, una persona sin mayor mérito que la decencia, sin mayor coraje que el hastío, que un buen día dice basta, y eso basta.
Por eso es que los nuevos contrarrevolucionarios saben quiénes son sus enemigos y por lo menos en eso hay que concederles la razón.
Otra cosa es que nosotros no sepamos quienes son.
Texto publicado originalmente en La Joven Cuba
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