A Luis Alberto (Jiménez) y Yoelvis (Carrazana) me los encontré una tarde de abril en la sala de oncohematología del hospital pediátrico de Santa Clara, pero en ese momento no se llamaban como registra su documento de identidad. Ellos eran “Batido” y “Bizcochuelo”, vestidos de abigarrada manera, y justo allí premeditaban cada suceso, saboreaban las sonrisas que vendrían cuando por fin entraran en “acción”. Faltaba poco para que estos muchachos enfrentaran con humor algo mucho más difícil que las eventualidades de la vida cotidiana.
El largo corredor de azulejos castaños ha visto a muchos pasar. Desde abuelos esperanzados al encuentro de un doctor que trae una mala noticia que dar, hasta padres que salen de los cubículos casi corriendo para prender un cigarro que les saque las lágrimas bien lejos de allí, donde nadie los vea. El hermano más chico que viene a ver a su “tata” dos veces al mes, y no comprende —pero tampoco pregunta— por qué su hermanita ha perdido el pelo.
Maestros que hace meses tienen su aula incompleta, y también monjas, policías o trabajadores del turismo, que regularmente traen juguetes. Hasta Arnaldo Tamayo, el único cosmonauta cubano, dicen que ha pasado por aquí. Sin embargo, cualquiera pensaría que este no es un sitio adecuado para lo que está a punto de suceder.
Dos jóvenes echan a correr por el largo pasillo y sueltan unas risotadas desmedidas que quieren superar el dolor. No precisan más que un desbordado maquillaje y estos trajes de retazos para replicar la sonrisa en rostros como el de María Carla, que parece olvidar la última inyección. Pero con las ocurrencias de Batido y Bizcochuelo no solo sonríen los niños hospitalizados que provienen del oriente y el centro del país, sino también sus familiares y hasta alguna que otra enfermera que, con 20 años de ejercicio, no se acostumbra a la tristeza.
Los padres reconocen cuánto les ayuda un momento como este y hay algunos que hasta graban con sus teléfonos o tabletas las peripecias de estos payasos para que sus hijos las vuelvan a disfrutar después.
Con 26 y 27 años estos jóvenes bufos vienen desde el poblado de Esperanza, ubicado a unos 15 kilómetros al oeste de la ciudad de Santa Clara. “Antonio Gades” se llama el proyecto comunitario que desde hace algún tiempo organiza Sila García Pérez, una mujer discapacitada físicamente pero superdotada en buenas intenciones.
Ha logrado convocar a estudiantes, maestros jubilados, artistas y todo aquel que busque alegrar un corazón.
“Gracias a eso estamos aquí”, asegura Luis Alberto, que es obrero en un frigorífico y no tiene ningún tipo de formación artística. En cambio, Yoelvis es instructor de arte, aunque nunca imaginó que haría algo así.
“¡Qué cosas tiene la vida! De pequeño me daban un poco de miedo los payasos, quizás porque muy pocas veces los vi, no eran comunes en el lugar donde crecimos”, recuerda.
Ambos pertenecen a la iglesia Pentecostal, y si bien ninguno de los dos se siente artista ni reciben remuneración alguna por tan colorida ocupación lo hacen con extremo gusto, y eso se nota en cada instante de su intercambio con los pequeños aquejados de enfermedades oncológicas. No les importa demasiado tener que reajustar sus rutinas y responsabilidades si se trata de venir hasta aquí.
“Evidentemente nos duele mucho que algunos de ellos hayan tenido que pasar buena parte de su vida hospitalizados en este lugar, cuando a su edad es tan normal correr o jugar con los demás niños. Por eso cuando venimos nos entregamos por completo y le regalamos un espectáculo como el que acabas de ver”, se despide Yoelvis.
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