Caer de espaldas

Foto: Carlos Melián Moreno

Caer de espaldas

11 / mayo / 2016

Existe un punto de fuga en el comportamiento humano al que llaman Síndrome de Estocolmo: el secuestrado se identifica con el secuestrador.

Pocos episodios son tan significativos como viajar en ómnibus desde Santiago de Cuba hacia La Habana en medio de un Congreso del Partido Comunista de Cuba. Mucho más si vas en lista de espera, o si te toca el peor asiento. Comienzas a leer contrastes, símbolos, en todas partes.

Los delegados al Congreso son imposibles de oír por el ruido del salón de espera de la Sénen Casas, así que sigues con más interés los gestos, su seguridad arquetípica ante el micrófono. Sea el que sea el discurso de éste o aquél, puedes imaginar de qué van. Cada delegado, sin sonido, encarna el drama de un hombre extremadamente solo. Comprendes que se nace ser delegado a congresos. Un delegado nace redondo.

El soporífero ambiente de la Terminal contradice el coraje redondo y climatizado de los oradores del Palacio de Convenciones. Los empleados de la Lista de Espera pasillean para que alguien los llame, y no hay tanto coraje en ellos como sí algo profundo y vital en aferrarse a la cosecha ilícita de la semana de receso. Los pasajes de última hora se consiguen como mínimo a cinco cuc, de esos, les tocarán dos con mucha suerte.

Unos sujetos merodeadores anuncian, a toda voz, una guagua estatal a La Habana con aire acondicionado por 12 CUC. En el TV la periodista que hace los pases al noticiero, entrevista a otro delegado muy seguro y confiado en el nuevo plan de perfeccionamiento de la sociedad. El corolario de la escena es un policía: a sabiendas que no le cobrarán, se lanza a la carrera con su pesado maletín rumbo a la guagua ilícita. Verlo sumergirse en la ilegalidad, así, frente a un congreso del PCC, equivale a uno de esos sueños en que por más que corres huyéndole al gato, no avanzas.

No sabría decir por qué no monto, si por caro, o porque siempre he creído que estas guaguas desaparecen en un punto de la ruta sin llegar jamás a su destino.

Doce horas después logro subir a un ómnibus. Cientos de veces he sobrellevado la tortuosa penúltima fila, pero esta vez mis piernas simplemente deciden no estar a la altura política de siempre, o sea, no entran. Las saco al pasillo, e intento dormir de lado. Me esfuerzo durante un par de horas; el señor de delante reclina su asiento y me coloca el espaldar a cinco centímetros del pecho, ok, me salgo y viajo de pié. Entonces me asalta una duda: ¿por qué?

Cuando regalas algo en exceso corres el riesgo de no ser apreciado. No podía regalarles estar 15 horas de viaje en estas condiciones, ¿quién lo apreciaría?

Me siento en el escalón inmediato al chofer, le digo a la tripulación que no entro en el asiento. El que descansa, un grandullón mezcla de Sydney Poitier y Mohamed Alí, me dice que qué cojones tenía él que ver con eso. Cuando se trata de trompadas yo puedo hacer dos o tres maniobras secretas para no quedar mal. Esta vez opto por la resistencia pacífica, y hacerme el que no oye.

Viajo allí un par de horas más. Sesiona el Congreso. Tomo nota: paran en donde les da la gana; caen por su propio peso en mi plan A. Pero no me intriga tanto preparar la carta a Granma, como saber en qué momento desistiré de hacerla.

En un pueblecito el grandullón baja y le da 50 pesos a una señora de 70 años. La besa en la frente. La anciana es una especie de arbolito seco y eterno. Es su madre, me dice el otro chofer. Más adelante, me piden que les baje un maletín del porta bolsos del pasajero, luego que les ayude a entrar al maletero unas costillas de vaca. Recesamos 10 minutos en Ciego de Ávila, el grandullón se me queda mirando mientras fuma. Al subir me muestra un asiento. El tipo había movido a una pasajera- una mulata bellísima-, para su puesto de descanso. Suena ridículo, pero de pronto me emociono, me parece un gesto que he merecido.

Ahora bien, por un toma y daca difícil de enlazar, no es exactamente así. Uno generalmente desea caer de espaldas sabiendo que alguien lo recibirá. El socialismo, la convivencia de dos realidades distintas, la oficial y la real, no es tanto una idea descabellada como sí una respuesta al eterno miedo de caer de espaldas.

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