En 1997, Juan Antonio Soca Fernández, maestro de karate-Do y de jiu-jitsu —actual miembro activo del Comité de las Artes Marciales de Cuba— tuvo la idea de convertir un espacio abandonado en un tatami. El objetivo era ofrecer a las personas de Baraguá la posibilidad de aprender artes marciales. A pesar de las dificultades, el senséi ha formado generaciones de atletas por más de 30 años.
Desde pequeño, yo practicaba karate. Aunque mi escuela no era el dojo de Baraguá, siempre escuchaba mencionar al profe Soca por la manera que tenía de entrenar a sus alumnos. En una ocasión tuve la oportunidad de entrenar en su dojo como preparación para un campeonato. El ambiente que se respiraba en el lugar era de pura disciplina y de amor por las artes marciales, a pesar de que no contaban con todas las condiciones.
Cuando de grande me adentré en Baraguá, fue magnífico reencontrarme con el dojo y con los recuerdos. Cuando me acerqué al maestro para decirle quién era y el trabajo que hacía, le pregunté si me recordaba. Sus palabras fueron: «imagínate tú, por aquí han pasado tantos alumnos que es difícil recordar las caras». A pesar de que no me recordaba, me dio la posibilidad de subir al tatami y hacer fotos. También entrené un par de veces. No imaginé que la fotografía me diera la posibilidad de reencontrarme con mi niñez y hacer que un proyecto laboral se sintiera tan personal.
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Pablo Vera (alumno de artes marciales).
Recuerdo que tenía 5 años cuando empecé en las artes marciales. Era un niño muy hiperactivo y mi constitución física era delgada y de baja estatura, por esa razón mis padres decidieron que debía practicar algún deporte. En esa época, el senséi impartía clases de karate en la casa de oficiales de Cabarroca (Villa Militar) de 5:00 a 6:00 p. m. Allí fue mi primer encuentro con él. Seis años más tarde, fundó la escuela «Yositaka Funakoshi» en Baraguá.
Yo tenía mucha energía y me costaba mantener una actividad por mucho tiempo y concentrarme. Cuando llegué al área en la que se entrena el karate, el maestro pasó trabajo para mantenerme en formación y para que realizara la rutina que debía.
La principal cualidad de mi maestro —además de muchas otras que he logrado apreciar a lo largo de 30 años a su lado— es la humildad que lleva consigo a todas partes. Es el tipo de persona que jamás habla de sí mismo o de sus logros. Se considera un igual a pesar de ser la persona de más conocimiento dentro del dojo. De igual manera se comporta en la vida, mantiene una conducta hermosa y digna de un artista marcial. Sus actitudes han quedado en mí como ejemplo a seguir y también en quienes ha educado en el ámbito marcial por generaciones.
En una ocasión se aproximaba un examen de altos grados de jiu-jitsu. Yo tenía cinturón negro y un buen recorrido en las artes marciales. En los exámenes, además de demostrar técnicas del grado, también se debía combatir y mostrar en tiempo real cómo desenvolverte según tu grado. El maestro, con avanzada edad —por encima de los 50 años— tuvo un contrincante joven —imagino de 30 años, bien fuerte y rápido—.
Pensamos que sería el fin del maestro. Algunos sugirieron que le cambiaran el contrincante. Pero él no dejó que sucediera. El combate duró bien poco. El maestro hizo un amague de pateo y el contrario trato de agarrar su pierna y mordió la carnada. Así, el maestro pasó a su espalda y le realizó un estrangulamiento junto a una luxación de hombro —una técnica de altos niveles—. Quien practica artes marciales tiene conciencia de lo difícil que es realizar esa técnica en un combate real y él hizo que pareciera muy sencillo. Estuvimos aplaudiendo un largo rato y nos sentimos muy orgullosos de él.
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