Tu aula es un planeta miniatura lleno de niños que duermen la tarde. Cabes ahí porque no hay más remedio que permitir que te adaptes al mundo tal como es porque cuando naciste, creí que se llenaría de flores para esperarte. Pero no ha pasado. Y estás en el aula con tu uniforme sin pañoleta y el pelo revuelto, al lado de la niña que te gusta. Me asomo en la ventana y los chiquillos te avisan que llegué. Ríes al verme. Recoges la mochila y le pides permiso a la maestra.
Todo es tan grande y tú eres tan pequeño. Todo es tan peligroso y tú tan tierno.
Hace poco era yo quien le pedía permiso a la maestra. Sentía una tremenda indefensión ante aquella escuela y frente a aquellos niños que se daban piñazos y jugaban a la pelota mientras yo leía y era medio anormal. Mi madre, entonces, me protegía de las pesadillas, de los niños más grandes, de las cosas. “Se lo voy a decir a mi mamá”, repetía siempre.
Ahora me ves grande. Dices que soy más fuerte que el fuerte de tu aula y siento que me toca defenderte, llamar a los padres de los chiquillos cuando te gritan o cuando te muerden. Pelear por ti. A la puerta de la escuela me pides que te lleve la mochila o que te desabroche los botones. Yo te llevo a los hombros y te compro paleticas de helado, y caminamos por la calle Obispo mientras me cuentas lo bien que te salen los trazos.
Yo quiero ser tu amigo. Aunque ya casi nunca tengo ganas de rodar carros ni me salen buenas conversaciones entre los muñecos; aunque me aburro a los cinco minutos del PlayStation y lo único que hago es grabar tu voz cuando improvisas un cuento, cantar contigo, ordenar esos cantos.
Tu madre y yo transformamos la vida en función tuya. Empezamos la familia. Corregimos la casa y nuestros tiempos. Pusimos reglas. Los pocos amigos, poco a poco, se fueron alejando. Ahora había que cocinar siempre, lavarse las manos, lavar la ropa, quitar el polvo, adornar una cuna, dormir poco, frecuentar hospitales, luchar un círculo infantil, llevarte por las mañanas, buscarte en las tardes, jugar contigo, salir de vez en cuando a La Maestranza o cualquier otro parque, ir al zoológico un fin de semana, contar el dinero, comprar solo lo útil para nosotros y todos los discos con muñequitos. Fuiste creciendo y cambiamos la cuna por tu camita y quitamos adornos para poner juguetes.
Yo, sin embargo, me he ido alejando de mi madre. Cada vez la llamo menos. Y ahorita empiezas a salir de noche con la niña que te gusta y a alejarte.
A veces nos medimos las alturas. Levanto el brazo hasta donde sé que vas a alcanzarlo y dices que has crecido, que estás mediano. Casi cumples seis pero en mi cabeza estoy de tu tamaño. Estás creciendo más que yo, enanito. Todavía me asombra que me llames cuando dices papá.
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