Hace dos años que Liosvany Ruiz Simón no se enferma ni por una gripe común. Por ese tiempo, empezó una rutina de cinco comidas diarias, atendiendo a las necesidades nutricionales de su cuerpo. De tanto estudiar por revistas y videos, se convirtió en nutricionista sin título y fisicoculturista aficionado, en un país donde no se reconoce esta práctica como deporte ni a sus practicantes cómo deportistas.
“Mani”, como le conocen en su pueblecito del interior de Cuba, fue incomprendido por quienes no entendían por qué “comía tanto y siempre a la misma hora” y se gastaba miles de pesos en esto; incluso, de aquellos que lo veían como un narcisista que ingería pastillas dañinas para la salud.
“En un inicio no sabía la diferencia entre solamente ir al gimnasio y ser fisicoculturista. Entrenaba para unas libritas de más, pero después comprendí que es un estilo de vida y una cultura. Aprendí a alimentarme y entrenar mejor; lo que era deseo de mejorar la figura se volvió un sueño de superación personal”, recuerda el joven de 26 años.
Si bien realizaba ejercicios físicos con pesas anteriormente, adoptó entonces, una práctica tabú en la Isla por su vínculo histórico con los esteroides y sobre todo, extremadamente cara. No fue sencillo superar obstáculos como el aislamiento informativo y los prejuicios.
“Para crecer hace falta suplementos. La gente lo confunde con esteroides y eso es otra cosa. Un amigo me vendió un pomo de creatina por temor y a otro el padre le obligó a venderme uno de aminoácidos porque lo creía drogas. En realidad, son ayudas ergogénicas que no hacen daño a la salud. Yo tomo suplementos dietéticos, no pastillas como dice la gente”.
En Cuba, el fisicoculturismo no está prohibido pero tampoco se encuentra asociado a las autoridades deportivas. Los practicantes organizaron hace varias décadas una Asociación Nacional que organiza, con escasos recursos, ciertas competencias. La desconexión y falta de canales de comunicación, disminuyen las probabilidades de fortalecer una actividad sustentada, en territorios tan aislados como el de Mani, fundamentalmente desde el empirismo.
Personas como él se convierten en malabaristas para gestionar dietas insostenibles. En su caso, se convirtió en barbero. Trabajar hasta 12 horas diarias le permite ingresar lo suficiente para ayudar las necesidades propias del hogar donde vive junto a su padre, y gastar un estimado entre 1800 y 2000 pesos en sus nutrición.
“Comer cada tres horas es necesario para crecer y alcanzar muscularidad. ¿Cómo llevas eso y cómo te detienes si tienes clientes esperando por ti? Debes preparar las comidas y ponerlas en pozuelos, aunque se pongan frías. Un culturista cubano debe consumir lo mismo que en otros países. Aquí no abundan algunos productos pero se pueden sustituir con otras cosas que resuelvan”, afirma Mani.
De noche va a entrenar, con dolores de espalda, por permanecer todo el día de pie. En el gimnasio improvisado por un amigo, comparten varias personas de su edad, sobre un suelo cubierto de aserrín y con equipos construidas de hierros abandonados y restos de maquinarias agrícolas. Allí olvidan muchos de sus problemas, se entretienen en un ambiente festivo e intercambian para mejorar sus cuerpos, en su mayoría sin la planificación concienzuda de Liosvany.
“El giro radical de mi vida fue iniciar el entrenamiento. He aprendido a pensar con más seriedad las cosas importantes y me demostró que podía ser estable en mi vida emocional. Te enseña a superarte a ti mismo, reconociendo tus límites. Te enseña valores, pues somos personas que nos llevamos porque entendemos el valor del sacrificio. Los culturistas, generalmente, son emprendedores y optimistas.”
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