Afuerilandia está bien. En Afuerilandia vivimos, algunos mejor que otros, y mucho mejor que en Allilandia, donde a mi abuela le diagnosticaron muerte cerebral y coma profundo sin haberle hecho un TAC. Cuando la velábamos en vida, porque los médicos dijeron la frase horrible «Esperen lo peor», resurgió con cada una de sus luces, hablando coherentemente y con noción de todo.
Dice mi tía que mi mamá no quiso que me dijeran nada, pero que una de las primeras cosas que dijo mi abuela cuando despertó fue «Mi nombre es Gloria Peláez, nací el 11 de abril de 1934 y en cuanto mejore me voy a España a ver a mi nieta». Hasta mi abuela —sabe Dios qué pensamientos sostenía en el casi más allá— quiere darse un salto a Afuerilandia.
Afuerilandia pertenece a la emigrosfera, la otra capa de la atmósfera a la que un montón de gente decidió irse a vivir por razones obvias o no tan obvias, incluso variopintas y curiosas; pero de 20 amigos a los que les pregunté «por qué te fuiste», solamente una que lo hizo por amor y yo, que lo hice por desamor, no mencionamos el «Aquello está de pinga», «Ahí sí no hay quien viva», «Mama, ¿y esa pregunta?» o el contundente enunciado de R «Yu, ¿qué yerba estás fumando, corazón?».
Lo que debí haberles preguntado es si eran felices, pero hubieran llegado repartidores de Amazon con tomates —o piedras— a la puerta de mi casa. Uno no se pregunta esas cosas, al menos no así, de sopetón, y a veces es de peor gusto averiguar si a uno u otro las endorfinas y las variantes les han dado correctas en las analíticas, que cuánto están ganando en el trabajo, la pincha, el currelo, la chamba, el laburo...
Aquí, en Galicia, mientras llueve, pienso en que los gallegos inventaron la morriña cuando tuvieron que irse de su tierra. ¿Qué palabra inventaremos los cubanos para nombrar lo que sentimos, que no es nostalgia de la tierra ni amor ni odio ni ganas de volver ni orgullo y a la vez hala, amarra, sujeta, inmoviliza?
He visto a mis amigos O y D subir sus diseños a Etsy, un mercado online de artículos creativos, mientras buscan trabajo. M hace un pódcast entre una escalera que limpia, un niño que cuida y una factura que dijo que sabía hacer en la entrevista de trabajo y que ahora le rompe la cabeza. C da clases de español y no quiere saber del periodismo. S también dejó el periodismo y se hizo enfermero. V ha tenido que meterse dentro de muñecos cabezones para animar cumpleaños y ahora mismo Y me dice «Los cubanos no nos estresamos, reina» y yo le respondo, como respondería un gallego, «Es lo que hay, malo será».
La emigrosfera es bonita, no obstante, pienso mientras me tomo un licuado de zanahoria, apio y manzana verde con cúrcuma y jengibre. En Allilandia también me hubiera salido la fisura por la que llevo más de un mes sangrando y no me hubieran podido hacer la rectoscopia, no me hubiera podido hacer los licuados y no me hubiera podido mandar, a mí misma, como pude mandarle a mi abuela, los medicamentos.
Por cada núcleo cubano debe haber al menos un pariente en la emigrosfera. De mi familia cercana, el pariente soy yo. Aunque siempre tuve amigos que me llevaban chulerías de Zara o de Pull & Bear o de Bershka, no imaginé jamás que sería yo, como le escuché a otra cubana en TikTok, la Micaela de Sur Caribe, la de la «Conga santiaguera», la que empieza con la corneta china y luego dice:
«Micaela se fue pa' otra tierra buscando caminos, / que por buenos o malos quien sabe le impuso el destino».
Así vamos por el mundo. Cuenta un mal chiste que unos cubanos de Miami fueron de vacaciones a Egipto, y al evocar un plato de frijoles negros debajo del sol, montados en respectivos camellos, tuvieron como respuesta del guía, en perfecto español de norma cubana, un «Cojones, qué rico, ¿ustedes también son cubanos?».
Yo sigo soñando, como los cubanos de Miami en Egipto, como el guía encima de los camellos, como Amadito del Pino en Clandestinos, con los frijoles negros y lo peor es que mi madre, mi abuela, mi tía, mi familia, la familia de muchos de los que vivimos ahora en la emigrosfera también sueñan con ellos.
Cuando yo era pequeña mi abuela me sacaba la carne de vaca del potaje y yo me la comía con frenesí, la llamaba «carne negra» y era mi manjar favorito. Cuando estuve en Cuba hace tres meses, mi tía quiso repetir la delicatessen para mí. «No, tiita, no, chica, deja», le dije, por temor a que no me supiera a como la recuerdo.
ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.
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