Foto: De la autora
¿Por qué dos de las víctimas de Irma se negaron a abandonar su casa?
12 / septiembre / 2017
A Roydis Valdés Pérez lo recuerdan como un hombre culto. Mestizo, mediana estatura, pelo castaño. De Guisa, en Granma. Homosexual y enfermo de VIH-SIDA. Ahora es un número en la lista oficial de muertos que dejó el huracán Irma en La Habana.
La noche del sábado 9 de septiembre estaba en un apartamento ajeno del casi inhabitable edificio 744 de la calle Ánimas, en Centro Habana. Afuera –y adentro- el viento de Irma era intenso. Y el solar 744, ante ella, como una vela débilmente sujeta a un platillo. Según los vecinos a Roydis lo acompañaba su hermano, Walfrido Antonio Valdés Pérez. No residía allí pero había venido a verlo; y en el instante de su muerte preparaba una merienda para los dos. Lo suponen por la disposición y el lugar donde encontraron los cadáveres.
“Yo vivo justo enfrente de donde vivía Roydis, en los altos, pero no quise quedarme ahí con tanto viento. Se necesita el mínimo de raciocinio para saber que en esas condiciones es imposible permanecer; pero la gente se confía”, sostiene Eduardo Campos.
“Por eso me evacué en casa de mi familia”, detalla.
“Roydis llevaba como 20 años ahí. Llegó antes que yo, y ya cumplo 19, rememora Reservindo Machado Díaz. Hace una pausa y voltea los ojos hacia la bodega: “él compraba aquí”, logra decir al fin.
“Era delgado y muy sociable. Como estaba enfermo tenía una dieta especial. Se atendía con un médico de Pinar del Río, pero es Oriente. La madre todavía está allá. No ha venido”, narra.
“El hermano trabajaba en el Mariel y vino a verlo el día del ciclón. Y mira, aquí lo cogió la muerte: se cayó un arquitrabe y se les vino encima. Les tumbó el techo, la barbacoa…Los encontraron con heridas en la cabeza”.
Luis Mendoza, otro de los vecinos, asegura que Roydis era una persona de mucha cultura. “De vez en cuando se sentaba con nosotros a conversar y había que oírlo”, apunta.
Mientras hablamos, la vida continúa en el edificio con toda normalidad. La gente entra y sale. Revisa sus pertenencias. Hablan, gritan. Un hombre arrastra su colchón. Otro se asoma desde los altos.
Si se descarta la idea religiosa de que Roydis y su hermano murieron porque y cuando les tocaba, por ley de dios, por destino, podría tejerse una red de interrogantes alrededor de sus muertes.
¿Podía vivir en el edificio 744 un enfermo de VIH? ¿Podía hacerlo cualquier persona? ¿Estaba apto para la vida? ¿Aguantaba un ciclón? ¿Lo sabían las autoridades? ¿Era un deber de Roydis evacuarse; era un deber de los aproximadamente 40 habitantes del edifico? ¿Tenían la disposición de hacerlo? ¿Les informaron a tiempo? ¿Era un deber de las autoridades obligarlos a salir del edificio en caso de que no quisieran? ¿Tenía que morir alguien para pensar en mover a estas personas hacia hogares de tránsito? ¿Después de dos muertos, es lógico que la gente siga aferrada al edificio? ¿Hasta dónde llega la responsabilidad de las autoridades? ¿Hasta dónde la de la propia ciudadanía? ¿Deben los habitantes del edificio costear las reparaciones? ¿Tienen ingresos suficientes para hacerlo?
“Si (las autoridades) no lo demuelen, no hacen nada porque la gente no se va”, considera Clara Quevedo, la vecina de la casa contigua al 744, por la izquierda.
“Y hasta puede que se vayan los que están y vengan otros”, acota su padre, José Quevedo, conocido como Cheo.
Eduardo Campos explica que cuando vino el arquitecto a realizar el dictamen técnico le dijo que, teniendo en cuenta el deterioro constructivo de su apartamento, sin pensarlo dos veces se fuera si le ofrecían casa. “Y yo sí me iría: los de abajo están esperando que nos vayamos los de arriba para construir debidamente y vivir como seres humanos. El secretario del Partido vino y dijo que nos mandarían para hogares de tránsito”, sostiene.
El problema, para Cheo, es que “aquí la gente prefiere comprarse ropa y no echarle cuatro pesos a la casa. Hay a quien le dan un crédito y, en vez de usarlo para arreglar la casa, lo que hacen es quedarse con el dinero.
“¡Y todavía quieren que les den apartamentos, sin haber trabajado para eso!”, insiste su hija Clara. “Todo depende de la persona: yo quisiera que tú vieras mi techo…Es de viga y losa pero parece de hotel. Y eso que somos solo nosotros dos, expresa y señala al padre, de 85 años.
A su edad, Cheo ha sido testigo de muchos huracanes, incluso anteriores al triunfo de la Revolución Cubana. Pero afirma que la gente, en La Habana, no está acostumbrada a ellos.
“El que no se enteró fue porque no quiso”, considera, sin embargo, su hija. “Información sobró”.
Desde las 10 de la mañana del sábado, en la capital había personas evacuadas. Otras, simplemente, manifiestan que no se enteraron a tiempo o que no tenían transporte para trasladar sus bienes. Entre el exceso de confianza de los habaneros, el aviso tardío del peligro que representaba el huracán para la ciudad, y la imprudencia de permanecer en sitios tan deplorables e inseguros como el edificio 744, las consecuencias no se hicieron esperar. Una nota oficial de la Defensa Civil calculó la cifra de muertos en diez, siete de ellos en la villa de San Cristóbal.
“Quizás si el mal estado constructivo se hubiera atajado a tiempo”…, lamenta Clara. “Yo vivo para mi casa y mi mamá me enseñó a hacerlo. Ella, en vez de comprarse un vestido, se aparecía con algún adorno cuando cobraba…
-¿Alguien le tocó la puerta para pedirle cobijo?
-Nosotros le ofrecimos a una vecina de los bajos del 744 que viniera para acá; pero ella no quiso. Dijo que no podía dejar su casa sola.
“La gente también tiene miedo por los robos”, interviene Cheo.
Entretanto, la luz regresa a la cuadra.
María –quien no quiso exponer su apellido- avanza hacia la esquina a botar escombros. Es un hervidero: hasta una taza de baño puede verse entre la basura.
“Hace 17 años vivo ahí. El arquitecto vino ayer”, cuenta.
-¿Y por qué continúa viviendo en el 744?
-Porque no tengo a dónde ir
El deterioro constructivo de Centro Habana y áreas aledañas es un secreto a voces. Edificios como el 744 hay en cada cuadra. Manzanas completas. ¿Tiene que llegar el momento de demolerlo todo y empezar de cero las construcciones?
Eduardo Campos opina que el problema de la vivienda hay que encararlo desde el gobierno, con un plan gubernamental. Nos ha afectado la oleada de provincianos que han venido para esta zona (nativos son, de 10, apenas dos, digamos). Han agravado la situación. Empezaron las barbacoas: dividen con techos intermedios los apartamentos y eso debilita el edificio.
Suponiendo que así sea, ¿qué lleva a estas personas a emigrar hacia La Habana y vivir en estas condiciones? ¿Cuán desesperados pueden estar en sus provincias para venir a un edificio como el 744? ¿Qué los ata a un edificio así? ¿Estar en el centro de la ciudad vale tanto como para arriesgar la vida? ¿La vida es, acaso, el precio que hay que estar dispuesto a pagar?
En un país que comenzó a impulsar la actividad privada y a reconocer la propiedad asociada a esta, aun cuando el Estado es dueño y señor de la mayoría de los bienes, ¿tiene este último el deber de resolver el problema habitacional de estas personas? Algunos creen que la respuesta es afirmativa.
Tal vez lo creyó Roydis. Pero ya no podremos preguntarle.
comentarios
En este sitio moderamos los comentarios. Si quiere conocer más detalles, lea nuestra Política de Privacidad.
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *
pedro palo
Jesse Diaz
Yo
Joao Fariñas
Anónimo
Alejandro
En La Habana sentimos vientos de tormenta tropical. Imagínense los de un huracán.
Julio ernesto
Betty
Juan
Anónimo