
Foto: tomada del perfil de Facebook de Lisandra.
Escapar de Ucrania, cómo se sobrevive a la guerra
27 / marzo / 2025
Cuando salieron de Sumy, Ucrania, la ciudad llevaba siete meses sacudida por la guerra. Las bombas caían tan copiosamente que parecía natural el paisaje devastado. Desde la ventana de su casa, Lisandra había visto iluminarse el cielo; había escuchado el ruido; había presentido los tanques en las calles y había sentido tanto miedo que dejó de comer. Las manos le temblaban, dormía poco, lloraba mucho.
Atrapados en un noveno piso, Lisandra, su esposo Eugene y su hija Camila vivían el día siempre de la misma forma, como si fuese un bucle.
Despertar era el primer milagro; estar vivos al anochecer, el segundo. La niña tenía tres años cuando tuvo que aprender a guarecerse en el pasillo de la casa luego de que sonaran las sirenas que avisaban de los ataques aéreos rusos. Tuvo que aprender a callar, a ser tranquila, a no salir.
Si uno lo mira en la distancia del tiempo, el tercer milagro fue que su edificio nunca fuese alcanzado por un proyectil, que se mantuviera intacto, alejado de la decisión de los radares.
***
Yo había contactado a Lisandra, cubana y bailarina, apenas seis días después de que Vladímir Putin invadiera tierra ucraniana en febrero de 2022. Habíamos conversado, también, de milagro. Fue una de las miles de veces en que mi trabajo se convirtió en agonía. Yo estaba a salvo en Guadalajara y ella bajo las bombas. Yo no podía hacer nada. Ella tampoco.
Ahora, tres años después, podemos hablar con más calma, con menos peligro. No tengo que esperar a que pueda conectarse ni escucharé las sirenas de fondo ni ella permanecerá en vilo casi toda la madrugada temiendo lo peor.
Pienso en ellos como los sobrevivientes que son. Llevan sobre sí la desgracia y la belleza que eso significa. Sus vidas están para siempre atravesadas por la guerra que los despojó de un hogar y de un país. Pero también por el amor y el milagro que significó escaparse del infierno. Estar a salvo. Vivir para contarlo.
***
Lisandra es bayamesa y tiene todo el ímpetu y la belleza de las mujeres nacidas en ese pedazo de tierra. En realidad, es de Siboney, «un monte», dice ella. Desde el centro de Bayamo, primero en un coche de caballo y luego a pie durante 30 minutos, más o menos se llega en una hora a su pueblo. Era el recorrido que ella hacía de ida y de regreso cuando terminaba de bailar.
Lisandra se recuerda bailando desde los 4 años. Primero fue gimnasia rítmica. Pero las maestras le dijeron que no podía seguir porque estaba un «poquito» gorda y porque estaba mal técnicamente; además, aseguraron, iba a tener los senos grandes cuando creciera.
Luego, otra profesora la inscribió en danza porque pensaba que la técnica de Lisandra era muy linda. Pero no superó el primer año en la escuela. Tenía «pase de brazo y de pierna», le afirmaron.
El baile parecía alejarse de Lisandra. Su mamá no quería que ella bailara más. Bastaba ya. Pero una prima la embulla e ingresa en la Casa de la Cultura y otra profesora empieza a darle clases y Lisandra a bailar y bailar por todo Bayamo. Hubo un momento en que esa maestra convence a la abuela de que la traiga a vivir con ella a la ciudad para que no viajara desde tan lejos y tuviera más oportunidades. La abuela accede.

Fotos: cortesía de Lisandra.
Un día, Lisandra estaba durmiendo cuando la despiertan, que se apure, que en una hora vaya para la Casa de la Cultura, que estaban haciendo pruebas para la Escuela Nacional de Ballet. De 30 niños del municipio, escogieron a siete, uno de ellos era Lisandra. Se fue a La Habana, donde tuvo que completar los exámenes junto a otros chicos de la provincia. Solo aprobaron dos niños, además de ella.
Se graduó de la Escuela Nacional de Ballet en cuatro años que equivalían a ocho de estudio. Como ella no venía de una escuela de ballet anterior, en un año debía avanzar dos cursos. La ubicaron en el Ballet de Santiago de Cuba. Hizo allí el servicio social. Le pagaban 250 CUP al mes. Vivía en una casa del ballet junto a otros muchos bailarines y trabajaba en el teatro Heredia.
Un día, les llega la posibilidad de contratarse para bailar en China. Lisandra y otras muchachas envían fotos y videos al contratista. Escogen a cinco. En 2010, con 23 años, Lisandra se monta en un avión para casi atravesar el mundo.
***
Era la primera vez que ella salía de Cuba. Estuvo en el aire demasiado tiempo, alejándose y alejándose cada vez más del Caribe hasta completar más de 15 000 kilómetros de distancia. El océano Pacífico parecía no tener límite. Voló de una isla a otra y aterrizó en Sanya.
Sanya está en el extremo sur de Hainan. El clima es tan tropical que Lisandra podía confundirlo con el de Cuba. Calor. Playas. Hoteles. Arrecifes de coral.
La primera semana estuvo en shock. Sin comer. Llorando. Todo le parecía terriblemente distante e impenetrable. El contrato era por un año, con posibilidad de prórroga si te «comportabas y trabajabas bien». Si les «gustabas», seguías.
Poco a poco Lisandra se fue acomodando, sea lo que sea que esa palabra signifique. La dinámica era relativamente sencilla. Descansaban en la mañana. Sobre las dos de la tarde ensayaban el espectáculo de la noche y a las 8:30 p. m. debían estar en el escenario porque comenzaba el show de baile.

Lisandra durante el espectáculo en el Beauty Crown, China. Foto: Facebook.
Durante una hora y media, a teatro lleno, Lisandra bailaba en el Měilì huángguàn (Beauty Crown). A las diez de la noche ya estaba de regreso en el hotel. El pago de la habitación donde vivía lo cubría el contrato, también le daban 25 yuanes al día para que se alimentara.
Pero hubo veces en que ella y sus compañeros tuvieron que pedir prestado porque no les alcanzaba para el mes. Por esa causa, los bailarines se buscaban otros trabajos. Para sobrevivir. Pero si los contratistas lo descubrían, los enviaban de regreso a sus países.
Lisandra se esforzó mucho y llegó a bailar de solista en diversos estilos; también modeló. En la entrada del teatro había un cartel grandísimo que anunciaba el show y que tenía su foto. En China vivió cuatro años. Allí había muchas otras personas de diversos lugares también contratadas allí.
Un muchacho ucraniano, que primero fue su amigo, terminó perdidamente enamorado de ella; y ella de él. Es músico. El director de un trabajo extra en el que ambos actuaban le dijo a Lisandra que, cuando ella bailaba, el chico la miraba como si fuera un ángel. Luego de una cita y una cena, comenzaron una relación.
Lisandra terminó el contrato por el que originalmente había viajado a China. Fue a Cuba y regresó. Vivió dos años en los que continuó trabajando con su novio, quien la animó y le educó la voz para que cantaran juntos.
Sanya se convirtió, más tarde, en la ciudad de su boda. Se casaron allí y allí fue concebida su hija. Con una barriga de cinco meses, decidieron irse y establecerse en Sumy, Ucrania. Cuando la niña tenía nueve meses, la mamá de Lisandra pudo viajar para conocer a su nieta. Regresó unas semanas después. Esa sería la última vez que la verían. ¿Quién imagina que una despedida puede ser definitiva?

Fotos: tomadas del perfil de Facebook de Lisandra.
Luego de que la niña cumpliera un año, Lisandra comenzó a trabajar en Sumy. Daba clases de salsa, bachata y fitness dance. También siguió cantando junto a su esposo. Eran una familia totalmente normal en un país que se convertía en patria para Lisandra porque allí había nacido su hija. Hasta que llegó la guerra.
***
Los hombres ucranianos están obligados a servir en combate; salvo que les sea imposible. En algún momento después del 24 de febrero de 2022, la familia de Lisandra pensó que lo mejor era que ella se fuera sola con la niña a Polonia. Era, a la vez, demasiado peligroso y difícil llegar a salvo. Numerosos autos de civiles habían sido atacados por las fuerzas rusas.
El esposo de Lisandra tiene problemas en el estómago y la vesícula. En el último diagnóstico en Ucrania le dijeron que debía operarse. No podía combatir así.
El 26 de septiembre de 2022, luego de siete meses sobreviviendo a las bombas, lograron salir los tres de Ucrania. No fue sencillo. Atrás dejaban su hogar y sus deseos de construir allí una vida. Agarraron lo que pudieron y lo echaron en unas mochilas. Se despidieron también como pudieron. La niña apretaba a su gata con tanta fuerza y cariño que tal vez pensó que podía fundirse con ella.
Durante esos días de septiembre, los ataques habían cesado un poco, lo cual les dio chance de huir. Viajaron en tren primero, hasta una ciudad fronteriza con Polonia. Allí, unos amigos los llevaron en carro lo más cerca que les fue posible hasta el límite entre los dos países. Habían atravesado Ucrania de este a oeste. Finalmente, estaban en la frontera.
Caminaron durante diez minutos —o cinco, Lisandra no recuerda bien— para encontrarse con los agentes polacos. Diez minutos —o cinco— bajo lluvia y mucho frío. Lisandra y Eugene cargaban las maletas, a Camila y a ellos mismos como podían. Lisandra rompió a llorar en medio del camino, de felicidad y de angustia. Hay dualidades de sentimientos sencillas de explicar. No se abandona un país a la fuerza y no se convierte una persona en refugiado por placer; y está bien saber que huir dejándolo todo atrás salvará tu vida.

Lisandra, Eugene y Camila saliendo de Ucrania, 26 de septiembre de 2022. Fotos: cortesía de Lisandra.
Una vez que estuvieron con los agentes fronterizos, comenzó el proceso rutinario de revisión de documentos. Camila y Eugene cruzaron al lado polaco sin mayores contratiempos. A Lisandra la dejaron retenida porque su pasaporte era cubano.
En realidad no recuerda haber estado mucho tiempo allí, pero sí tuvo que dar bastantes explicaciones: qué hacía allí, por qué ella vivía en Ucrania, cómo había entrado a ese país. Hubo llamadas de consultas por teléfono hasta que validaron su matrimonio y la dejaron salir. Viajaron en un autobús hasta otra estación de trenes y de allí a casa de unos amigos.
En Polonia estuvieron una semana. El 2 de octubre de 2022, volaron hacia Miami. Los familiares de Lisandra que viven en Estados Unidos los recibieron. En el cuarto de migración de EE. UU. estuvieron cerca de cinco horas. Había varias personas con niños pequeños, que fueron los primeros en salir.
Lisandra, Eugene y Camila son parte de los casi 7 millones de ucranianos refugiados por la guerra.
***
Lisandra volvía a cruzar un océano para empezar otra vez. Siboney. Sanya. Sumy. Ahora, Orlando, Florida. Volvía diez años después de haber salido de Cuba. Trastocada por el dolor de una guerra, pero con una familia tremendamente viva.
En dos años, las cosas han pasado demasiado aprisa para ellos. Camila aprende inglés, pero habla ucraniano y español y cuelga en su cuarto la bandera de Ucrania. Le encanta bailar y cantar, como a sus padres; y tiene la mezcla perfecta entre una mulata del Caribe y un muchacho eslavo. Unos ojos verdes tan profundos como su pelo encaracolado.
En Estados Unidos vivieron un tiempo en casa de los familiares de Lisandra. Luego, en un móvil home. Después, encontraron un departamento que podían pagar. Eugene tuvo un accidente —nada grave— y trabajó un tiempo manejando camiones que reparten mercancía por todo el territorio estadounidense. Lisandra trabajó en un hotel y luego en el daycare de su hija. En medio de los acomodos, regresaron a cantar juntos en algunos restaurantes de la ciudad.
Hace tiempo que Lisandra no va a Cuba. Perdió a su mamá pocos meses después de llegar a Estados Unidos y no pudo despedirse.
En Ucrania aún vive otra buena parte de la familia.
Tienen la esperanza de regresar un día.

Fotos: tomadas del perfil de Facebook de Lisandra.
comentarios
En este sitio moderamos los comentarios. Si quiere conocer más detalles, lea nuestra Política de Privacidad.
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *