Vivo en La Habana. Estoy en el lugar que quería, donde siempre soñé trabajar, en el mundo que anhelan todos los pueblerinos con ínfulas de citadinos. Pero sigo con la misma nostalgia de mi casa, de mi gente, de mi pueblo en el campo. Es el mismo sentimiento de melancolía que me asaltaba en los tiempos de becado en Jagüey, el que me roía por dentro en los Camilitos, allá en Matanzas. Es la sensación de extrañar todo, todo lo que encierra ese rinconcito de tierra.
Calimete es un pueblecito pequeño, de calles cortas y anchas, donde los terraplenes y la polvareda le dejan un único e indeleble lugar a una asfaltada carretera central que lo atraviesa. Esa carretera es quizás, junto a los cuatro edificios que existen allí, lo más urbano y moderno de aquella zona.
Ese es Calimete, un municipio al sur de Matanzas, famoso por el combate de Godínez durante la Guerra del 95 y por tener al Caimito del Hanábana, lugar donde se asentara José Martí con su padre Mariano en la segunda mitad del siglo XIX.
Pronto cumpliré veintiocho años y hasta los veintiséis viví en Calimete, bueno, nací un poco más allá, en Jesús Rabí, uno de los centrales azucareros más conocidos por aquellos parajes.
En Rabí me críe, entre el olor a melaza y bagazo de caña que salía del ingenio durante las zafras, ese que nunca se va del ambiente del batey. Mi infancia fue sana, como lo es la vida en el campo, sin muchos lujos, casi ninguno, pero con el aire puro que sale de arboledas y oxigena pulmones. Desde pequeño vi el trabajo que pasaron mis padres viviendo en esa casita de madera en las afueras del ingenio, dejando el cuero bajo el sol de cañaverales o descuidando su salud en las calderas del central.
Como muchos o casi todos los de mi generación, sobreviví gracias a las tierras que con esfuerzo trabajaban mis abuelos. Las mismas que parieron durante siglos para los hombres y mujeres de esos campos, abriéndose paso por esfuerzos propios, con indomable fuerza de voluntad y ese espíritu que parece de hierro.
Mis viejos lucharon porque me abriera camino y llegara hasta donde estoy. A veces siento unos deseos irrefrenables de regresar y quedarme por siempre allí, pero no, el sacrificio pasado me golpea bien fuerte y renuncio a la idea.
Como una ola vienen a mi mente los coquitos que hacía mi madre para darme algo que comer, incluso a veces eran los mismos coquitos los que mitigaban el hambre cuando faltaba mucho aún para el tiempo de mangos y guayabas.
Recuerdo a mi padre en los pelotones de combinadas llegando de madrugada, lleno de grasa y con sacos de arroz y frijoles que “joseaba bien fuerte”, como le gusta decir aún. Eran el arroz y los frijoles que luego comíamos durante casi un mes.
No olvidaré el constante ahorrar y ahorrar de mi abuela Gregoria para ayudar a comprar los zapatos para la escuela, tan necesarios para mi hermana y para mí.
Como flashazos vienen a mi memoria las caras cansadas de los obreros cuando salían de sus turnos en el central, la extrema fatiga de los que guataqueaban la yuca y sembraban arroz. Eso no se me olvida nunca y sigo sin ver lo “bonito”, lo “hermoso” de ser campesino, cuando tanta necesidad aprieta hasta las ínfulas… y para lograr algo se tragan muchos buches amargos.
Hace poco leí Campos Roturados, una gran novela de Mijaíl Shólojov y en ella vi a mi gente de campo, en las estepas del don encontré los fértiles terrenos de Calimete y las lágrimas se me salieron. Ese es mi orgullo, es lo que me ayuda a seguir en La Habana, luchando por ser alguien, en gratitud hacia mis padres que quieren una vida distinta para mí, porque la ignorancia intenta hacer sucumbir a los “guajiros” y nadie sabe, creo que yo tampoco, cuánta sabiduría encierran sus almas.
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Jesse Diaz
Gleydis