Una bicicleta y una mochila repleta de plátanos. A eso se resume mi primer recuerdo del hombre. Más tarde, su imagen pasó a ser, para mí, la de los gatos: desde el día en que mi padre me llevó a casa de una señora muy gorda a quien debía llamar abuela, y esta me regaló un gato, no pude dejar de asociar a mi padre con los gatos. Era automático: veía un gato y pensaba en él.
Así pasaron los años. Los gatos, pocas veces, iban a visitarme. Tan pocas, que su recuerdo, como el de la bicicleta y la mochila de plátanos, se disipó totalmente.
En su lugar, comenzó a instaurarse otra idea: la de los 20 pesos. Resulta que a mi madre se le metió en la cabeza demandar a mi padre para exigirle una mensualidad de 30 pesos (MN). Fueron a los tribunales, expusieron sus puntos y la jueza estimó que se me entregaran, mensualmente, 20 pesos. Por ese entonces se seguía el procedimiento de dividir el salario del padre a la mitad y, la cifra obtenida, dividirla luego entre la cantidad de hijos, que, en este caso, eran cuatro, incluyéndome a mí.
La cuenta matemática daba 27. Eso era, legalmente, lo que me correspondía. Pero mi padre valoraba que 20 me bastaban. No obstante, la jueza le insistía: “¿Usted sabe cuánto cuesta un par de zapatos de niña?”
Efectivamente, un par de zapatos de niña costaba cerca de quinientos pesos; una bata para salir 550; y por una libra de arroz llegaron a pagarse hasta 100 pesos, el equivalente, en aquel momento, a un dólar americano, previa despenalización de esta moneda.
Caminaba, con paso lento, el Periodo Especial. Mi madre, ingeniera, ganaba 265 pesos. Sin embargo, no morí por inanición, como tampoco murieron los otros tres hijos de mi padre, quien obtenía por su trabajo solo 217 pesos cada mes.
Mi madre decidió emigrar a otra ciudad y, mientras tanto, mi abuelo materno suplió las carencias de aquel gran gato ausente. Fue mi abuelo el único hombre que cumplía mis antojos de paletas de mantecado y pan con aguacate a la salida del seminternado; frituras de malanga en las mañanas y yogurt de soya en las tardes.
***
El día en que me pusieron la pañoleta azul, esperé con ansias la llegada de mi padre. Lo esperé cada año cuando me entregaban el diploma de Vanguardia y El Beso de la Patria. Lo esperé y seguí esperándolo…
Lo único que llegaba, con bastante irregularidad, era el sobrecito con los 20 pesos de varios meses, que iban acumulándose. Quizás por eso, continuaba fortaleciéndose en mi mente aquella idea de los 20 pesos y nunca, nunca pude decirle papá a mi padre.
Una distancia física de 800 kilómetros nos separaba. Y otra mayor. Simbólica. Espiritual.
Sé que mi realidad no es exclusiva. Supongo que muchos hijos y padres cubanos la compartan hasta cierto punto; de historias similares deben haber emergido grandes jóvenes emprendedores como uno de mis primos, a quien cada año —desde que usaba el veinte, hasta pasado el 40— el padre le medía el pie para “comprarle un par de zapatos”.
Sé, también, que a pesar de que comparto padre con mis hermanos, cada uno de ellos debe tener un padre distinto al mío. Cada uno debe tener su propia versión del hombre.
***
Cuando parecía que ya era un sinsentido esperar, como había esperado a lo largo de los años, por mi padre, uno de esos hechos que entran en la categoría de milagro, ocurrió.
El 15 de junio del 2016, un día antes de exponer mi tesis de Licenciatura, mi padre me llamó desde la Terminal de Ómnibus. Estaba, después de 21 años, en La Habana, y me pedía que lo fuera a buscar a la terminal. Iba a estar el día de mi tesis.
Tras las celebraciones, mi padre anunció su partida. Antes de subir a la guagua, extendió la mano. Esos serían mis últimos 20 pesos. Lo despedí con un abrazo.
comentarios
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Manuel Roblejo
Michel
Darcy
almir
Yoa
En las familias cubanas es muy común que la crianza-manutención de los hijos recaiga sobre las madres, que se crecen y se fortalecen ante los obstáculos de la vida.
Al mío lo conocí a los 30 😉
Para Michel: Si, es su padre a pesar de errores.
Tengo la certeza que son ellos los que salen perdiendo y en algún momento sientan arrepentimiento y deseos de virar el tiempo.