Cuando Cuba vivía en los primeros años de 1990 una de las crisis más duras que recuerde la memoria colectiva, los principales medios de comunicación del país se abocaron a transmitir aliento a la población. No bastaba con nombrar la crisis de una manera tan singular como «Período Especial», eufemismo con el que se mitigaba e indicaba lo circunstancial de la situación, sino que se ponía énfasis en representar aquel caos desde un optimismo desmesurado que tristemente arrastramos hasta hoy.
La romantización de la pobreza, conocida también como pobreza «digna», fue uno de los recursos empleados para solicitar resistencia a los cubanos, mientras se exaltaba la heroicidad de sus esfuerzos laborales y cotidianos. En la formación de ese imaginario social, de esa subjetividad alrededor del ser revolucionario, se invocaba al sacrificio a través de imágenes estereotipadas de la realidad social, la que a su vez era reducida a un enfoque preferentemente positivo y edulcorante.
El discurso construye realidad e influye en las acciones de las personas. La capacidad de control crece si los medios que tenemos para informarnos comparten una única postura política y, por tanto, una sola visión. Que los trabajos «voluntarios» en el campo se nos presentaran en los periódicos como méritos, que el champú elaborado a base de plantas medicinales se nos vendiera como la alternativa del año y cualquier invento para paliar la crisis fuera abordado desde la loa y el optimismo nos hizo mucho daño.
Tres elementos deben tenerse en cuenta al analizar la manera en que nuestra pobreza ha sido representada en los medios: triunfalismo, disciplina y distracción.
Si rescatamos pasajes del pasado, para entender lo que vivimos hoy, encontramos frases como esta: «Sufrimos, pero apoyan. Luchan, combaten, no se desmoralizan, no se desalientan, se sienten orgullosos de lo que están haciendo», publicada en 1993 en un trabajo periodístico del semanario cienfueguero 5 de Septiembre. De tal suerte, la mayoría de las veces se mostró la vivencia cotidiana como heroicidad. Se exacerbaba la capacidad de sacrificio como una manera de asumir la crisis, al ser esta la manera políticamente correcta y la única posible, la única admitida. La imagen de triunfo y éxito nacional también implicaba apoyo y la lealtad a la Revolución, como parte de la prueba que se debía vencer.
La visión triunfalista de la crisis en la que vivimos hasta hoy se interpreta como un dispositivo del poder para sojuzgar a los cubanos a través de un ideal de resistencia cada vez menos acorde con sus experiencias cotidianas. Los valores —el sacrificio, el esfuerzo y la gratitud hacia la Revolución—, que se potencian mediante la romantización de las carencias, dibujan un modelo de ciudadano que debe responder con disciplina a la falta de productos básicos, a la vez que se desempeña en la función que le es más útil al poder. Se construye una obediencia silenciosa hacia el sistema que nos dio «todo»: salud y educación «gratuitas».
La carga moralizante de los discursos periodísticos que se enfoca en la «dignidad» de la solución a las dificultades constituye un mecanismo de distracción para eludir cuestionamientos más profundos. En lugar de preguntarnos por qué no tenemos electricidad, consumimos por años medidas de ahorro energético, y; en vez de preguntarnos a dónde fue a parar la carne, nos la intentaron sustituir por moringa, gallinas decrépitas o tripa.
Y no, no se vale. Ser pobre no está bien. Un Estado que no garantiza una alimentación, condiciones de vida y servicios de calidad tampoco está bien. No significa que no merezcan toda nuestra admiración y respeto los hombres que unieron dos carros marca Lada en los noventa e inventaron la limusina criolla, o al que se le ocurrió obtener algún tipo de detergente del jugo del henequén; pero tampoco se nos puede olvidar cuál es el origen de lo que se vive hoy en Cuba.
Simplificar la superación de la pobreza a la historia personal del campesino que logró hacer producir la tierra con prácticamente ningún insumo es muy cómodo para el Gobierno. Evade así una responsabilidad mayúscula, porque la pobreza es un problema estructural que no se resuelve con la iniciativa y el ingenio de unos pocos. Esa salida individual, ese aplauso al esfuerzo desmesurado distrae del problema en sí, crea estereotipos sobre cuál debe ser el tipo de respuesta a las carencias y eleva el nivel de exigencia para el resto de la población.
Lo bueno de tener menos no debe ser lo normal ni lo «moralmente correcto».
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Elier Alexander Córdova García