Ilustración: EMII

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Sucumbir

31 / marzo / 2020

El día que Zammys Jiménez se fue de Atlanta apenas se registraban 7 pacientes contagiados de COVID-19 en el condado de Fulton y 121 en todo el estado de Georgia.

Nos la pasábamos calculando riesgos, repasando el itinerario del día anterior, inventariando cada superficie que rozábamos. Leíamos las actualizaciones del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC por sus siglas en inglés). Escuchábamos a Trump contradecir las predicciones de Anthony Fauci y asegurar que la epidemia “se reduciría casi a cero”. Sucumbimos.

El primer caso en todo el estado declaró haber tomado el metro. Procuramos evitar el transporte público desde entonces. Nuestra contingencia, atravesada por un impulso maniático, fue temprana. Aun así, ella desarrolló todos los síntomas.

Zammys tiene 29 años pero padece un cuadro crónico de asma. Llevaba 15 días febril, con tos seca y la garganta irritada. A esas alturas ya el coronavirus la habría asfixiado, pensábamos, pero ¿dónde acaba una faringitis y empieza un virus capaz de taladrarte los pulmones? ¿Cómo asegurar un diagnóstico sobre otro? Y, lo más desconcertante, ¿cuál es el lugar de una turista cubana, incapaz de costearse una consulta, en uno de los sistemas de salud más costosos e inaccesibles del mundo?

Una semana antes de la fecha prevista, Zammys tomó un avión vacío de Delta Air Lines. El lunes 16 de marzo llegarían a La Habana, donde permanecían bajo tratamiento, en las salas del Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí (IPK), los únicos cuatro casos positivos a la COVID-19 de todo el país.

No quiso abrazar a su marido. No se detuvo en la casa de sus padres (considerados dentro de los grupos de riesgo). Desempacó, con un nasobuco amarrado a la cara, y corrió a la sala de urgencias del Hospital Militar Comandante Manuel Fajardo Rivera, de Santa Clara.

“En el avión venía pensando que el virus tiene una fase de incubación larga, y que incluso sin síntomas podemos transmitirlo. Me dije: ahora mismo puede que tenga algo letal conmigo, que no solo me va a matar, sino también a la gente que quiero y a desconocidos que estén expuestos. Tenía el chance de cambiar eso.

“Cuando decidieron ingresarme pensé que sería lo mejor. Los médicos sí estaban en una situación de alarma. El pueblo no, pero ellos (el personal de Salud) sabían que no era algo ligero.

“En la sala de observación a pacientes sospechosos de COVID-19 tuve por primera vez tranquilidad. Hay un punto en que la situación se les va de las manos a los sistemas de salud, las infraestructuras colapsan, sin embargo, hasta ese momento, la atención sanitaria en Cuba era de primera”.

Zammys es músico profesional. Lidera desde hace más de un año la banda de rock Los locos tristes, de la cual también es vocalista y compositora. Durante el tiempo del ingreso le permitieron tener su Q-Chord, una herramienta llena de obturadores, teclas y botones giratorios que en ocasiones utiliza para hacer música.

“Una muchacha de 22 años, madre de dos hijos, me pidió que tocara algo, que aquello estaba muerto. Sonreí y le dije que no era exactamente un instrumento musical. Me preguntó entonces si yo era o no músico. Porque si era de verdad cantante, debía cantar algo, alegrar un poco aquel ambiente”.

Una de las pacientes tomaba el café que sus familiares le habían llevado.

“¡Nos ofrecía a todas! ¡Que tomáramos de su jarro, que ella no tenía nada, decía!”.

Tanto la comida como cualquier objeto personal, los familiares debían entregárselos a los guardias de seguridad. Estos, protegidos con guantes y nasobucos, los llevaban hasta la enfermería, de ahí las enfermeras les alcanzaban las pertenencias o el alimento a los pacientes.

“Nos medían la temperatura y auscultaban al menos dos veces al día, aunque no reportáramos fiebre o febrícula. El nasobuco debíamos cambiarlo cada dos horas; la ropa de cama y nuestras batas, diariamente. El desayuno, las meriendas, el almuerzo y la comida llegaban puntuales, eran bastante buenos, bien elaborados.

“El piso se limpiaba hasta dos veces por día con agua clorada. Todas éramos mujeres. La mayoría superaba los 45 años. Un día ingresaron a toda una familia bajo sospechas de coronavirus. Entre ellos había una anciana con senilidad o algo por el estilo y la llevaron a una sala de cuidados especiales.

“Estábamos en un lugar amplio de dos cubículos separados por una pared. Seis camas en uno y nueve en otro, con buen espacio entre ellas. Recuerdo que dos mujeres resultaron positivas y las trasladaron a una sala especial para comenzar sus tratamientos”.

La prueba para determinar si existe presencia del virus en el organismo no se aplicó inmediatamente en todas las pacientes ingresadas desde el 16 de marzo hasta el 20.

“Debías reportar más de un síntoma. Ellos te observaban los primeros días y, al menos en mi caso, si el cuadro permanecía así, no me aplicarían la prueba. Para ese tiempo solo me quedaba la tos seca y fuerte. Sin embargo, les insistí. Uno de mis amigos en Atlanta empezó a presentar el mismo cuadro que yo, fue entonces cuando llamé a los doctores y les expliqué el riesgo que había”.

Hasta el mediodía del 20 de marzo, Zammys no sabría los resultados del examen.

“Una de las pacientes dijo que era misionera. Estaba muy alterada. Mandó pedir una biblia. En algún momento me preguntó cómo podía estar tan serena a la espera de un resultado como ese. Le dije que mi mayor temor era enfermar a los míos, perderlos. Pero siendo yo, y al estar ahí, ingresada, no sé, esos miedos se disipaban.

“Por las mañanas, una doctora daba el parte de la situación en el país y de la evolución de nosotras. Vi a todos dentro de aquel hospital en función de la epidemia, no solo a los médicos y enfermeras, también a los técnicos, el personal de limpieza y mantenimiento”.

Zammys se bañó dos veces después de que resultara negativa a la COVID-19. Antes de salir de alta y al llegar a su casa.

Hoy, Villa Clara posee 26 de los 170 casos, lo cual representa el 15,2 %.

Como cualquier cubano, Zammys debe —aunque se resista— salir de su casa, romper el confinamiento, hacinarse en ocasiones. Debe acomodar un nasobuco artesanal en la mitad de su cara y hacer fila con cien rostros, tan espantados como el suyo, hasta alcanzar un galón de cloro o arroz o jabones. La serenidad se le está yendo con igual velocidad en que crece la curva para ilustrar la estela del virus en Cuba. “No hay comida y el Estado no tiene recursos, lo han dicho en la televisión”, me ha escrito.

Si algo ha revelado el virus es que la forma y textura del pánico no es excluyente, del mismo modo en que él mismo no lo es. Se sucumbe de un modo idéntico en cualquier estrato social, eje ideológico. Hemos visto el horror de Occidente y también su fragilidad. Entre otras muchas lecciones que se pudieran articular después de este virus, creo que ha desdibujado las fronteras de cualquier territorio (geográfico, mágico-religioso, político, ético) y ha dado un espaldarazo a etnocentrismos y supremacismos (territorios también).

El estado de angustia que se extiende con la curva será, para quienes se escapen del contagio, otra forma del contagio. Nadie escapa.

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