La Habana últimamente parece una ciudad de moda, y también de encuentros y diálogos. Durante los últimos meses mi Habana ha sido escenario para que antiguos enemigos, cuando menos rivales, se comprometan a iniciar senderos de diálogo.
De tal manera, hemos conocido de las conversaciones para la paz en Colombia, el encuentro del Papa Francisco y el Patriarca Kiril, primero en más de mil años y finalmente una en que los cubanos hemos sido protagonistas, el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los gobiernos de Cuba y los Estados Unidos. Sin embargo, creo que falta la más importante, la paz entre todos los cubanos como nación.
A mi Habana la visitan ahora cubanos que anteriormente no hubieran podido o deseado. Por estos días la prensa local de Miami se hace eco de disímiles historias de este tipo. Así conocemos los casos de algunos que acuden por causas económicas y se aprestan a explorar oportunidades de negocios o futuras inversiones para iniciar su presencia en la que esperan sea una Cuba más abierta y cosmopolita. No obstante, las historias que más abundan son de aquellos que acuden a hacer paz con la memoria y revivir escenas de una infancia arrebatada, reconocer su ciudad, vecinos y primeros amigos. Saber qué ha sido de aquella casa donde muchos nacieron y dieron sus primeros pasos.
La mayoría acude a exorcizar viejos demonios de odio y rencor y enterrar el hacha de la guerra
También acuden a descubrir Cuba aquellos cubanos de segunda o tercera generación. Digo así, porque la mayoría al preguntársele de dónde son, se identifican como cubanos nacidos en los Estados Unidos. No ocultan que se reconocen como nacionales de un país del cual no poseen ciudadanía, y al cual ni siquiera muchos conocen. Posiblemente los más afectados por esta lucha de ideologías son precisamente estos hijos y nietos nacidos en el exterior. Constituyen herederos de una guerra de la cual definitivamente no fueron fundadores, y la mayoría tampoco han sido actores, con una identidad diluida entre varias naciones y que crecieron escuchando historias de una tierra lejana.
En lo personal vivir en Miami me ha permitido aplicar uno de las máximas del Derecho, la de escuchar a la otra parte antes de emitir juicio y conocer que la mayoría de estos cubanos no se parecen a Marco Rubio ni se apellidan Diaz-Balart. Es cierto que la mayoría no comparte el sistema político imperante en la Isla, pero justo es reconocer que he aprendido de ellos lecciones de civismo y tolerancia.
A veces no puedo evitar compararlos con los hijos de Israel a los cuales se les ofreció una tierra prometida. Creo que aquellos que lo deseen deberían ser capaces de obtener la ciudadanía de una nacionalidad que ya tienen en el corazón. A fin de cuentas, como muchos de estos cubanos refieren, nacieron en otra tierra por una migración que no es más que un mero accidente de la historia.
Hasta cierto punto estos jóvenes guardan semejanza con mis padres y abuelos. A mi familia junto a otras cientos de miles también les fue prometido algo, un hombre nuevo que aún hoy a los ya más de ochenta años de mi abuelo y los cincuenta de mi madre no ha llegado y lo más probable es que no llegará. Los cubanos en Cuba hemos aprendido un poco por terapia de choque a ser más pragmáticos y menos idílicos.
En una y otra orilla se puede decir que imperó la ilusión, algo típico en los cubanos. En un lado se trabajaba en pos de una sociedad perfecta, donde no habría necesidad de policías ni otros órganos de represión del Estado y los segundos del otro lado del Estrecho esperando cada fin de año azar el lechón nuevamente en una Isla sin comunismo. La diferencia es que mis padres supieron con el Período Especial que este hombre nuevo no llegaría y los jóvenes cubanos nacidos en Miami ahora se están dando cuenta que la Cuba tal como se la prometieron, no llegará.
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Daniel
Agustín Borrego Torres