Leida llegó a mi casa bajo el sol picante del mediodía. Frente a mi puerta se detuvo unos segundos a leer el cartel antes de tocar: “Se vende ropa de bebé varón”. Cuando cruzamos la mirada no tuvo que pedirme el vaso de agua ni el asiento. Venía fatigada, cargando en su panza al bebé de 34 semanas de gestación.
Conversamos de esto, de aquello y lo otro. De los demás del aula de 7mo grado, de los que se han ido y los que siguen aquí, de nuestras vidas después de la secundaria. Asomaron a mi mente un montón de recuerdos, simpáticos y tristes: las ocurrencias de la edad, las maldades a los profes, las carreras en la pista del terreno de pelota durante las pruebas de resistencia, los zapatos rotos de Javier, el pan solo en cada merienda de Leida, su pena al sacarlo de la jaba cada día a las 10 a.m.… su pobreza extrema desde siempre. No quise seguir angustiándome, pues seguramente mi cara mostraba mis pensamientos. Y sin más rodeos le pregunté:
—¿Y qué tiempo tienes?—, le dije con el entusiasmo que me acompaña cuando pienso en alguien que vive lo que viví en mis nueve meses de embarazo. Su rostro se atormentó, bajó la mirada, se apenó.
¿Le pasa algo a tu niño?, fue lo primero que pasó por mi mente. Pero no, su dolencia era otra. Venía en busca de “algún monito que no sea muy pequeño para sacarle provecho”. Su embarazo estaba casi a término y la canastilla en cero. Se debatía entre comprar el refrigerador para el que reunían hacía meses o hacerse de los culeros para el niño.
Sabía que Leida no traía el dinero en un bolsillo; pero le enseñé la ropa, los baberos, los tetes, de los que me deshacía también por necesidad y no por falta de espacio en el clóset.
—¿Y no tienes algún pañal que quieras vender barato?—me preguntó con vergüenza y dijo como justificándose y tratando de bromear. —Es que va a tener que andar en taparrabos como los indios.
En casa de Leida no sobra comida para los animales, cocinan justo para no desperdiciar. Desde que la conozco me sorprendió su desinterés por lo material. Nunca fue de las muchachas que seguían la moda ni de las que conocían cada detalle de la farándula. Siempre faltaba a las fiestas de fin de curso, la apenaba el no poder pagar los 20 ó 30 pesos que pedían para estas actividades.
Siempre decía que quería ser psicóloga, pero cuando terminó el doce grado no pudo irse a La Habana a estudiar, su madre enfermó y ella, siendo la mayor y única mujer de cuatro hermanos, se quedó en casa cuidándola. Leida es uno de esos talentos que nunca tuvo la suerte de demostrar hasta dónde podía llegar con su inteligencia.
El día a día la ha envejecido; cada vez que la veo, sus ojos antes brillantes, a pesar de la pobreza enorme que había en su casa, son más opacos y tristes. “Tú sabes que nunca me importó si llevaba la misma ropa que ayer y que antier, mientras esté limpia no me importa; pero ahora no soy yo, no puedo tener a mi niño con el mismo culero todo el día”.
La despedí con el corazón arrugado y la bolsa de la venta medio vacía. “Uno, dos, tres meses de plazo, los que necesites, después nos arreglamos”, fue lo único que pude decirle para consolar su desconsuelo.
Unos días después, cuando le pregunté si me permitía escribir su historia se sonrojó, dice que su vida no tiene nada de interesante. Yo creo que su experiencia nos sirve a todas: tanto a las que hemos contado con el apoyo de nuestras familias para sacar adelante a nuestros hijos como a las que han tenido que echarse todo el peso al hombro.
Solo me pidió algo: “No quiero que el mío sea el único cuento sin un final feliz, dile a quien lo lea que espero con ansias a mi bebé y que si no tiene mucho que ponerse, al menos tendrá el amor enorme que siente su madre por él. Ahhh!!! Y también pon que en cuanto lo encamine, mientras trabajo, comenzaré a estudiar derecho”.
Ayer la vi. Su panza está enorme. Iba animada. Llevaba en las manos el módulo de canastilla: diez metros de tela antiséptica, un biberón, un par de medias, una camiseta y diez culeros. La perfumería la dejó pendiente, irá a buscarla cuando su esposo cobre el mes que viene.
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