En 2016 Yasmani viajó por primera vez a Italia y pudo conocer a Antonio María nueve días después de que naciera. Llevaba meses preguntándose cómo olería, cuánto pesaría. No sabía cómo se había escuchado su primer llanto. El niño fue el fruto de una relación, casi por azar de la vida, con una turista italiana. Separados por la distancia, el tiempo, la economía y las políticas migratorias que impiden a un cubano viajar por el mundo con las facilidades de un ciudadano europeo.
Yasmani no ha visto a su hijo crecer ni estuvo cuando aprendió a caminar o el día que dijo sus primeras palabras. Tampoco ha podido darle su apellido pese a que están hechos a imagen y semejanza el uno del otro. «Tampoco he estado en sus siete cumpleaños. Me siento fatal, como se sentiría cualquier padre que no puede darle un beso a su hijo todos los días», expresa en esta ocasión con más alegría porque sabe que lo volverá a ver dentro de poco.
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Cuando Antonio tenía dos años, su padre regresó a Italia. «¡Gracias a Dios pude viajar!», exclama como quien obtuvo lo imposible. Lo vital no era empezar una nueva vida de inmigrante, como anhelan tantos cubanos, sino poder estar con el pequeño durante un tiempo. Los tres meses de visa Schengen para Europa ha sido la temporada más prolongada que han compartido juntos.
«Para mí lo más conveniente sería poder conseguir una visa por tiempo indefinido que me permita poder pasar tiempo con mi hijo allá y regresar para estar con mi familia acá». Yasmani vive con María, su madre. También tiene a Elguis, su hijo mayor, con el cual ha mantenido estrecha cercanía y participación en su crianza. Viven en el mismo barrio y la separación de la madre no le ha impedido ser un padre a tiempo completo.
«No puedo irme y olvidarme de que tengo familia. Ese es uno de los problemas más grandes que tienen los padres con hijos en otros países; también tenemos responsabilidades complicadas acá, porque este país está muy jodido». Con el aumento de la crisis económica, se han hecho más frecuentes los robos, asaltos y asesinatos, incluso dentro de propiedades privadas. La seguridad de los familiares dentro de Cuba es una de las preocupaciones que más alarma a las personas en el exterior y suele ser un punto en contra a la hora de tomar una decisión de migración definitiva.
Su decisión de quedarse en la isla implica no poder participar de forma activa en la manutención de Antonio. El salario medio en Cuba es muy inferior al salario mínimo en Italia. Con la inflación, el precio del dólar y del euro aumenta por días. De todos modos, son pocas las personas que logran ganar en pesos cubanos el equivalente a cien euros mensuales. Yasmani es ciclista (incluso fue parte del equipo Cuba), pero aun así no le da la cuenta.
«Mi situación económica es media baja. Tengo que meterme siete u ocho horas en una bicicleta haciendo mensajería para buscarme el dinero arriesgando mi vida. Hace unos días mataron a un hermanastro mío haciendo mensajería. Lo arroyó un carro y falleció. Si apenas me alcanza para sobrevivir, imagina si tengo que hacer una manutención a un niño criado con el nivel económico de Italia. Yo no me gano cinco mil pesos mensuales. Cuántos euros pudiera reunir para mandarle».
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Para Antonio viajar no es tanto problema. Ni siquiera pasa por su mente que su hermano Elguis no tiene sus mismas ventajas para atravesar fronteras y aeropuertos. En 2019, el pequeño viajó por quince días a la isla en compañía de su madre. Fue un viaje para establecer conexiones con las raíces de sus cabellos rizos. Ni tan gruesos como los de su padre ni tan finos como los de la madre. Ahí conoció a su hermano, aunque su relación en la práctica no es tal. ¿En qué tiempo?
La melanina en la piel de Antonio está para protegerlo del abrasante sol antillano y de las altas temperaturas de las cálidas regiones africanas de sus antepasados. Su identidad como persona nunca estaría completa sin esa experiencia. ¿Cómo haría para explicarle al mundo que una parte de él es cubana sin caminar por la carretera que conduce a la casa de su padre, sin zambullirse en las costas del Caribe?
Al este de La Habana, en la periferia, está la casa paterna; rodeada de matas de mango y guayaba ―una fruta casi inexistente en Europa― que en su masa guarda el sabor y la esencia del trópico. La abuela María junto a su esposo Pedro cría puercos, gallinas, patos; y en el portal conviven gatos y perros que hacen de timbre con sus ladridos. Por los alrededores se sienten los olores a comino, manteca de puerco, ajo y demás especias que expende la cocina de María. Ella prepara comida para vender a algunos trabajadores de la zona. Además de jugos con las frutas de su patio.
«Cuando mi niño vino por primera vez tenía un poco más de lucidez. Aunque era pequeñito caminaba y Cuba le pareció fascinante. Aquí estaba más suelto y tenía más libertad; correteaba por el patio, jugaba con los amiguitos que iba haciendo, salíamos, le encantaba la playa y montar en las guaguas. Era un niño más alegre cuando estaba aquí».
Aquí los niños juegan en la calle durante todo el año, aun cuando en los últimos tiempos el país se ha vuelto más inseguro. Comen durofrío ―una paletica hecha de algún jugo o refresco instantáneo congelado en latas de refresco―, bailan trompos, juegan bolas, hacen carreras de chivichanas... Pese a la felicidad que experimentó el niño en la isla, su padre no cree que Cuba sea el lugar propicio para criarlo. «Este país está sumergido en la miseria y la decadencia. Aquí se han perdido muchos valores por la crisis. La gente está pensando en qué van a llevar a sus casas de comer o en cómo van a buscar los kilos para comprar un par de zapatos para sus hijos o unas libras de arroz», lamenta.
«Mi hijo afuera tiene una educación excelente. Yo he ido a su escuela y es un lugar muy bonito, donde los profesores van a realizar su trabajo con amor y los niños quieren aprender. Aquí los niños van a la escuela a pasar hambre. Mi niño afuera tiene una educación de primer nivel y esa es una de las ventajas más grandes que veo de que se crie allá. Aunque me gustaría inculcarle un poco el respeto cubano. Los niños europeos son más liberales y no son como nosotros los cubanos, que nos enseñan el respeto absoluto a los padres. A nosotros nos decían algo y teníamos que acatar las órdenes».
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A principios de 2020 Yasmani planeaba viajar a Italia. Estaba contento porque iba a ver a su chama y refrescaría de Cuba, del calor, iba a descubrir otras realidades. Pocos días antes de volar, Cuba cerró las fronteras y suspendió los vuelos internacionales por la pandemia. Italia específicamente pasó a alerta roja pues los primeros casos de coronavirus reportados en la isla se detectaron en turistas italianos. Casi cuatro años han pasado desde la última vez que se vieron. Durante todo ese tiempo de pandemia e incertidumbre mundial la comunicación fue a través de Internet. «Él es muy pequeño para manejar un teléfono, por eso hablamos mediante su madre, mientras ella responda y nos dé parte de cómo va la vida de Antonio. Pero con mi madre sí se comunica bastante seguido», dice.
A mediados de abril de 2023 Yasmani estaba entusiasmado. De la pandemia, que en un momento parecía el apocalipsis, casi ni se hablaba y él hacía los preparativos para recibir a Antonio, que regresaba por segunda vez a la isla por veintidós días. «Yo tenía miedo de que cuando nos viéramos después de tantos años las cosas no fueran a funcionar bien porque es un niño con otro tipo de ideología en su país. Pero no, la sangre llama y desde que llegó estuvo pegado a mí. Era “papi para aquí, papi para allá”. Increíble. Una de las experiencias más bonitas que he tenido en mi vida fue ese reencuentro».
Él normalmente es un tipo feliz, pero en esos momentos se le notaba aún más. Subía fotos con su hijo en la casa, en la playa e incluso en el velódromo semiolvidado del conjunto deportivo que sirvió como escenario para los Juegos Panamericanos de 1991. «Yo lo montaba en el cuadro de la bici y me lo llevaba a las competencias. Esas son cosas que ese niño nunca había hecho. Nunca se había montado en un cuadro de bicicleta a dar vueltas por ahí. Yo me lo llevaba para la playa, incluso dormía conmigo, no quería dormir con su mamá».
El idioma es otra diferencia, sin embargo, no ha representado una barrera en la relación. Yasmani habla un poco el italiano, pero Antonio no domina de igual forma el español. La falta de práctica ha hecho que al padre se le olviden muchas palabras. Aun así, Antonio se las ingeniaba para ser entendido y en últimas instancias se comunicaba con señas.
Después de este último viaje la conexión entre Antonio y Yasmani se hizo más fuerte. Según cuenta el padre, el niño lo llama a diario, le dice que lo extraña, que quiere volver a Cuba, le pregunta que por qué no va para Italia.
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