Desirée Rodríguez, una joven venezolana de 34 años, coordina un equipo de personas que llevan comida caliente a ancianos y otros pacientes de su comunidad, en medio de la pandemia de COVID-19. Foto: Ramses Mattey/La vida de nos.
Desirée ve a sus padres en los vecinos que ayuda
27 / enero / 2021
Desirée está atareada. Parece que tiene muchas cosas por hacer. Esta mañana de marzo de 2020, lleva puesto un delantal, un tapaboca y guantes quirúrgicos. Faltan quince minutos para las 12:00 del mediodía. En breves momentos llegará una camioneta pickup cargada de viandas (envase con comida) que debe organizar en la mesa que ahora está limpiando en el patio de su casa, en San Isidro. Es la comida para casi un centenar de sus vecinos de la tercera edad.
Mientras, sentadas en unos bancos de madera, las 10 mujeres que la ayudarán a repartirla hablan sobre la pandemia que tiene al mundo paralizado, sobre los nuevos casos confirmados de covid-19 en el país. De pronto suena la corneta. Todas se levantan y caminan hacia el vehículo. Entonces empieza el trajín. Y Desirée a poner orden.
—Lávense las manos con desinfectante. Pónganse los guantes —dice mientras el patio de su casa comienza a llenarse de cajas. En dos minutos la mesa está repleta de recipientes llenos de sopa, panes de sándwich y cambures. Las colaboradoras comienzan a embalar todo con plástico para envolver.
Desirée Rodríguez tiene 34 años de edad y 8 meses de embarazo. Su barriga apenas sobresale de la blusa gris que lleva puesta. Se le nota agitada, con la respiración entrecortada. Gotas de sudor caen de su rostro. Dirá que ya quiere parir, que está cansada, que el calor de marzo la agobia, que la cuarentena complica las cosas. Pero en verdad nada de eso la detiene. Es como si la moviera la certeza de que debe hacer cuanto esté a su alcance por quienes la rodean.
San Isidro es un barrio ubicado cerca de la carretera vieja Petare-Guarenas, en el estado venezolano Miranda. Un conjunto de casas improvisadas, levantadas con planchas de zinc, madera y barro, que bordean una bajada inclinada en medio de varias colinas. En San Isidro no hay policías ni médicos. Aunque está ubicado a poco más de 10 kilómetros de Caracas, parece un sitio remoto: ni Google Maps lo tiene registrado.
Huele a quemado. El monte de los cerros que lo rodean ardió hace una semana y la vegetación, consumida por el fuego, luce gris. Una nube de calima se desparrama en cenizas sobre San Isidro. El viento arrastra cientos de micropartículas y el aire se torna denso, difícil de respirar. A Desirée le preocupa que allí viven muchos abuelos, algunos con enfermedades crónicas, y ese humo no les hace bien. Sabe que ante la pandemia de la covid-19 ellos son los más vulnerables. No deben salir de sus casas, ni siquiera a abastecerse de alimentos. Es por eso que desde hace una semana ella se encarga, con ayuda de su equipo, de llevarles comida.
En eso consiste “Una vianda por la vida”, un programa creado por la trabajadora social Mirla Pérez y el sociólogo Alexander Campos, ambos profesores de la Universidad Central de Venezuela y habitantes de San Isidro. Ante el avance de la covid-19, publicaron en sus redes sociales mensajes llamando la atención sobre el posible impacto que podía tener en los viejos de la comunidad. La señora María José, exestudiante del profesor Alexander, vio uno de esos mensajes y de inmediato los contactó para presentarles al dueño de Automercados Plaza’s, quien se comprometió a proveerles comida para que los abuelos no rompieran la cuarentena. Así podían estar a salvo.
Los profesores necesitaban a alguien que pudiera coordinar toda la operación de distribución, y consideraron que Desirée era la indicada. Sabían que ella estaba a cargo del comedor infantil del sector, impulsado por el programa Alimenta la Solidaridad, una iniciativa que nutre a más de 10 mil niños en distintas zonas desfavorecidas de Venezuela, como San Isidro.
La llamaron y Desirée aceptó de inmediato. Después se comunicó con el equipo que trabaja con ella en el comedor: unas 10 mujeres de diferentes edades que luego se encargaron de ubicar a 92 personas del sector: algunos ancianos, otros pacientes de enfermedades crónicas. Eran los más necesitados. Cada mediodía, de lunes a sábado, les llevan el almuerzo, la cena y el desayuno del día siguiente. Es lo que hacen en este momento.
Ya han terminado de embalar. Las colaboradoras agarran entre 10 y 14 viandas cada una y se marchan a repartirlas.
En 1999 Desirée tenía 15 años y vivía muy lejos de aquí: En Santa María de Cariaco, un poblado montañoso de tierras fértiles, a 102 kilómetros de Cumaná, la capital del estado Sucre, en el oriente de Venezuela. A esa edad, formaba parte de la Juventud Mariana Vicenciana, agrupación devota de San Vicente de Paúl, sacerdote francés que abogó por las mejoras de las condiciones de campesinos y aldeanos durante el siglo XVII.
Pese a no ser católica practicante en sentido estricto, Desirée le tenía mucha fe al santo. En su nombre participaba en las actividades comunitarias que organizaba la iglesia para ayudar a los viejos del pueblo. Les cortaba el cabello, les ordenaba su cuarto y, de vez en cuando, les servía la comida.
Lo hizo por años hasta que, luego de graduarse de bachiller, comenzó a estudiar informática en el Instituto Universitario de Tecnología Jacinto Navarro Vallenilla, en Carúpano —a hora y media por carretera de Santa María de Cariaco— y se mudó para allá. Tuvo a su primer hijo, Sebastián, fruto de una relación que no funcionó. Se graduó, pero nunca ha ejercido. Solo una vez hizo una página web para una escuela. No ha tenido cómo comprarse una computadora nueva y apenas cuenta con un pendrive de 1 GB.
Se dedicó a trabajar en tiendas.
Un día estaba atendiendo uno de esos locales y a su teléfono llegó un mensaje equivocado de un hombre llamado Juan. Comenzó a hablar con él. La conversación se extendió y luego continuó por Facebook. Desirée supo que él vivía en San Isidro, cerca de Caracas. Siguieron interactuando y, meses después de aquel contacto, se conocieron en persona: Juan fue a Santa María de Cariaco a visitarla. Así iniciaron una relación y, al tiempo, él le pidió que se mudara a San Isidro: quería formar una familia con ella. Desirée aceptó.
Era 2012.
En Santa María de Cariaco quedaron sus padres, pero no dejaría de pensar en ellos.
Ella nunca había vivido en barrios. En otras oportunidades, cuando salía de oriente e iba al estado Miranda, siempre se quedaba en Guarenas, en una casa de una tía con la que pasaba las vacaciones escolares o laborales. O mientras hacía diligencias en Caracas. En San Isidro todo le resultó diferente: el clima casi siempre era frío, no tenía cerca el mar.
Cada vez que las colinas se quemaban, el humo le producía mucha tos. Por eso una vez fue a un médico que le dijo que, quizá por el cambio de ambiente, estaba desarrollando un cuadro asmático. Ella no le prestó mayor atención; se enfocó en poner su vida en orden después de la mudanza.
Cuando supo que se había desocupado una vacante como maestra suplente en el preescolar de la Escuela Estadal Mirandina Don Tito Salas, se puso a la orden y comenzó a trabajar allí. De ese modo podía estar más cerca de Sebastián, a quien había inscrito en esa institución. También comenzó a dar clases particulares de matemáticas, incluso sin cobrar, como una forma de poner en práctica lo que había aprendido en su carrera universitaria.
En el colegio conoció la labor que realizaba la iglesia católica en la localidad. Y así, como en su adolescencia en Santa María de Cariaco, volvió a vincularse con actividades que tenían el objetivo de ayudar a los demás. Los fines de semana trabajaba en los asopados organizados por el centro juvenil y poco a poco empezó a ser conocida en todo San Isidro. Su liderazgo y disposición para colaborar la hicieron acreedora de la confianza necesaria para coordinar el comedor que iban a instalar en el barrio.
Desirée toma las viandas que le toca repartir, y sale de su casa. La calle es muy inclinada. Hace calor. Camina y se agita. Se le dificulta hablar. Jadeando, saluda a quienes se encuentra. Entra por un callejón entre muchas casas sin frisar y toca una reja oxidada. En la puerta de la casa aparece una señora de 63 años llamada Virginia. Apenas ve a Desirée, una sonrisa se le dibuja en el rostro. Encorvada, con lentitud, camina hacia la puerta. Intenta saludar, pero un ataque de tos se lo impide. Abre la puerta como puede. Desirée le entrega dos viandas, una para ella y otra para Shirley, su hija de 44 años que está parapléjica después de una mala praxis en una intervención quirúrgica. Esas dos mujeres llevan un lustro confinadas, sin salir de San Isidro.
El camino continúa por un callejón más estrecho que desemboca otra vez en la calle empinada. Pareciera que todos los caminos conducen a esa calle que es la única vía para entrar y salir del barrio. En una de las casas, se lee un letrero que dice: “Corte de pelo a 1$”. La puerta está abierta y Desirée entra. Allí la espera Yuri, una mujer de 37 años que fue diagnosticada con cáncer a finales de 2018 y se está recuperando. Debe cuidarse de la covid-19. Vive con su papá y depende de sus hermanos. Su mamá falleció hace cuatro meses. Agradece la comida porque todavía no está trabajando.
Desirée recuerda que hace un tiempo tuvo que ingeniárselas para vender una versión artesanal de sardinas en lata. Iba al mercado de Coche, en el sur de Caracas, y compraba sardinas frescas, aliños y condimentos. Metía todos los ingredientes en una olla de presión. Luego envasaba la preparación en potes de arroz chino y los vendía. Eran días que exigían ingenio e improvisación. A su manera de ver fueron los peores años de la crisis. Los habitantes de San Isidro celebraron su emprendimiento, muchos le compraban. Desirée también vendía masa de maíz pilao para hacer arepas. Esos negocios le permitieron sortear un poco las carencias. Fueron ideas que rescató de su crianza en Santa María de Cariaco, cuando su mamá preparaba las sardinas así y rendían para todos.
Mientras reparte la comida, piensa que sus papás están solos allá y ella no tiene cómo ayudarlos. Hace poco su mamá la llamó y le contó que no había nada en la despensa, que había pedido una torta de casabe fiada y que por favor la ayudara a pagarla. Ella sólo alcanzó a transferirle 80 mil bolívares. Quiere traérsela a casa, pero es difícil por la cuarentena.
Espera que cuando le toque parir, pueda verla en el hospital, pero ahora nada es seguro. Solo se enfoca en tratar de que estos días sean más amables para quienes desde 2012 son sus vecinos. En ellos, de algún modo, ve el rostro de sus padres.
***Esta nota fue originalmente publicada en el medio La vida de nos, de Venezuela, y es republicada como parte de la Red De Periodismo Humano.
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