No es un simple dependiente, no. Aunque le hable con cortesía a ese señor de short y cámara fotográfica y le pregunte en inglés y francés cómo le ha ido en Cuba, aunque le muestre con delicadeza las tallas de madera y le diga cuestan 1, 20 o hasta 90 CUC, que fue el precio en que vendió aquella jirafa esbelta hace unos días. No es, repito, un simple dependiente.
La farsa se reconoce en el modo lánguido en que Serguei Martínez se inclina hacia el cliente, con elegancia, pero sin acosarlo, a explicarle por qué es mejor esta o aquella imitación del arte africano o los pequeños bates de béisbol que tienen la imagen de Cuba grabada con fuego. También por el inglés fluido con que pregunta no solo si quiere comprar, sino que también se preocupa por el país de origen del visitante o si le gustó la ciudad o cómo lo está tratando el calor.
Con cinco libros publicados, una maestría que defenderá en estos días y varios premios literarios en las vitrinas, Serguei Martínez es quizá, si exceptuamos a la escritora Liany Vento (que trabaja precisamente al lado suyo), el más ilustrado de los vendedores de Expoarte, el nuevo bazar de artesanías inaugurado en Santa Clara.
Estamos hablando de un ortoedro de acero, cristal y piedra caliza que se levanta frente al Monumento a la Acción del Tren Blindado, justo al cruzar la calle. Se encuentra en el lugar que antes perteneció a una carpintería y luego a la empresa estatal que atiende viales, pero que en los últimos tiempos estaba derivando en vertedero clandestino.
Serguei Martínez es un joven de 33 años, mide 1.84 y pesa 78 kilos. Su kiosko, el segundo a mano derecha, oferta artesanías de madera: maracas, tambores, llaveros, pulsos con la imagen del Che y hasta un helicóptero desmontable. Serguei llegó ahí en octubre de 2015, unos meses después de haber abandonado su cátedra de profesor de Filosofía en la Universidad Pedagógica Félix Varela.
—Pero a ti te gustaba impartir clases —estamos sentados en el centro de Expoarte, en unas mesitas blancas de metal que los clientes usan para conversar o tomar una tacita de café.
—Me gusta impartir clases —recalca el joven escritor—. Pero lo dejé por dos cosas fundamentales. La primera es que el tiempo se me iba en cuestiones burocráticas y no en dar clases como tal. La otra, me hacía falta ganar un poco más de dinero.
Serguei Martínez hace una pausa y agrega:
—Como ves, son problemas que aquejan a la mayoría de los cubanos.
Dice Serguei que lo más difícil de trabajar ahí es el proceso de montar y desmontar los estantes. Tiene que colocar las artesanías, varias cajas de ellas, en el lugar que les toca, limpiarlas un poco, ponerle los precios. Pierde más o menos hora, hora y media, en eso.
Le pagan un salario básico y, si logra vender más de 20 CUC en el día, tiene derecho al 10 % de las ventas. Según me explica él mismo, es fácil alcanzar esa cifra, pero casi imposible pasarse de los 50 diarios. “Es mucho más de lo que cobra un profesor o un médico”, el escritor sonríe con cierta ironía. De cualquier forma nunca anda holgado de recursos pues, además de ir viviendo, debe pagar un alquiler en Santa Clara.
—¿Qué haces en tu tiempo libre?
—Escribo en la revista Guamo y soy editor de Cómo, la revista de la Asociación Hermanos Saíz en la provincia. Trabajo en mi literatura, ahora mismo estoy terminando un libro de poemas y otro de cuentos. Invierto bastante tiempo en ver cine, algo que me gusta mucho. Y, como todo el mundo, tengo que resolver problemas hogareños.
—¿No crees que trabajar aquí demerite tus estudios superiores, tu carrera literaria?
—Mira, el trabajo honrado es trabajo en todas sus formas. Yo estudié, aprendí muchas cosas, y ese conocimiento siempre me acompaña. Lo puedo usar en la Academia, aquí, en cualquier lugar.
—¿Tu familia piensa eso mismo?
—Mi familia puede opinar, de hecho, lo hace; pero la decisión final es mía. Soy bastante independiente, sobre todo después que me gradué y comencé a trabajar. Más allá de que a veces critique, a veces no, yo creo que en el fondo mi familia confía en la decisión que tomé.
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