El salón luce una iluminación tenue, verdosa…En la esquina, un trovador se prepara para defender su obra, poco conocida quizá. Entran cuatro, cinco, seis muchachas. Una de ellas se mira en los espejos, luego se demora en el baño mientras lee los cómics que decoran las paredes. Un grupo de extranjeros ha reservado mesa para seis. Otros se hacinan en el poco espacio que queda.
La casa de la bombilla verde exhibe una ingeniosa decoración vintage a la que se suman las obras de varios artistas jóvenes. Es uno de los pocos sitios en La Habana que, aunque tiene la gastronomía como motor económico, se preocupa por cubrir una franja de mercado que atrae a un público diverso, amante de la llamada “la canción inteligente”.
Después de varios viajes a Cuba a finales de los años 90, un vasco aprovechó el esplendor de la blogosfera para crear junto a un amigo su propio espacio en las redes. La página El taburete serviría para difundir los eventos culturales capitalinos, al tiempo que participaba en ciertos debates en torno a las artes en el país. Pero fue cuando conoció a cierta cubana que el vasco decidió concretar las líneas del blog en un proyecto cultural más abarcador… y autogestionado.
Gillen G. Ureta y Patricia B. Álvarez se plantearon el apoyo de alguna institución desde el germen del proyecto. No lo lograron. Tuvieron que esperar a que otro buen amigo se enamorara del proyecto y les apoyara económica y moralmente, mientras buscaban un local donde traducir su propósito. Finalmente, en la calle 11 entre 6 y 8, en el Vedado, encontraron el lugar más factible para establecer La casa de la bombilla verde, como un verso de la canción Monólogo, de Silvio Rodríguez.
“Siempre quisimos que fuera dirigido principalmente a los cubanos- cuenta Guillen-. Por supuesto, recibimos con mucho agrado a todos los viajeros que se acercan, y nos gustan mucho, precisamente, porque sabemos que si llegan hasta aquí es porque buscan salirse de lo convencional, de lo turístico, de lo folclórico… Cualquiera que conoce la ubicación de la casa sabe que hay que venir exprofeso”.
Aunque el gran peso recae en Gillen, Patricia es la mano derecha en el negocio. Cuando concluyen sus clases de Preservación y Gestión del Patrimonio, ella atraviesa La Habana hacia La casa de la bombilla verde, abierta desde la 5 de la tarde.
“Junto a Gillen hago un poco de todo, y por todo me refiero a una larga lista de cosas que cualquiera que no viva esta experiencia en Cuba, o por lo menos en La Habana, es incapaz de imaginar. Ayudo con las compras y la limpieza, porque todo eso lo hacemos nosotros mismos. Coordino, algunas veces, los conciertos, y los anuncio en nuestra página en Facebook. Lo mismo armo las listas de reproducción de música, que me encargo de buscar un herrero o un carpintero. Es realmente difícil y agotador”.
Pensada para que se presenten trovadores, para escuchar música fuera de los estereotipos de la industria cultural, en La casa de la bombilla verde no se cobra la entrada. “Queremos que el acceso a la música no esté condicionado por el dinero. Igualmente hemos apostado por aquellos cantautores que aunque tienen gran talento, no tienen una presencia habitual en el resto de los locales donde se hacen conciertos. No escogemos a los grupos o cantantes de moda, sino a aquellos que en nuestra opinión no se presentan habitualmente en La Habana y tienen algo que aportar al público”, aclara Patricia.
“Hemos logrado un ambiente tranquilo, diferente del típico lugar donde si terminas el café te están trayendo la cuenta, y sientes que tienes debes terminar tu conversación al banco de un parque.”
Aunque a Patricia y a Gillen los absorbe y apasiona el proyecto, están claros de que un negocio necesita ser rentable para poder seguir adelante; sin embargo, ellos no lo enfocan con una visión cortoplacista. “Nosotros hemos optado por el camino más difícil, pero eso no quiere decir que sea un camino infeliz”.
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