La gente camina apretada, en bloque. Cadetes y militares con pulóveres blancos y pantalones beige hacen cordón a ambos lados. No dejan a nadie subir a la acera. Hay que ir por la calle, en el espacio más reducido posible, todos contra todos para dar el efecto visual de masividad, con la ropa blanca, azul o roja y las cornetas plásticas sonando sin parar. Algunos llevan carteles con consignas o las gritan: «¡Cuba vive y trabaja!», «¡Viva la Revolución!», «¡Abajo el bloqueo!»…
En la madrugada, la misma gente se diseminaba, todavía inmóvil, por las aceras y el parque de la avenida Paseo en La Habana. Se mantenían de pie, bostezando o acostados sobre sábanas o sobre el concreto y la yerba. En todas partes había siluetas oscuras revolcadas por el piso, a veces hasta abrazándose bajo la fina intimidad de las pocas luces en medio de una avenida pública.
Quise empezar con una escena del desfile porque, de haber empezado por el principio —la madrugada—, hubiera sido la tercera crónica que inicio en los últimos meses con una escena de personas durmiendo en el suelo. La primera fue sobre las decenas de personas que hacían cola noche y día fuera de la aerolínea Conviasa para intentar conseguir un pasaje a Nicaragua. La segunda, sobre quienes duermen en los alrededores de una tienda para poder comprar productos básicos; a veces para venderlos, a veces para subsistir con ellos.
Mi madre me cuenta que antes, cuando era niña, ir a la Plaza era una alegría de verdad. Los vecinos se reunían, festejaban, saludaban desde lejos a la figura alta y pequeña a la vez de Fidel Castro, y ella los saludaba de vuelta. Mi madre pensaba que Fidel de verdad la saludaba a ella, específicamente a ella, y era muy feliz.
No puedo saber cómo era la Cuba de la infancia de mi madre. Hoy en día, me cuesta tragarme que tantas personas vengan voluntariamente a dormir en el suelo para marchar por el Primero de Mayo cuando hay, en la misma Cuba, tantas personas durmiendo en el suelo para comprar un paquete de pollo o para intentar huir del país.
Hay bafles enormes con música. Salsa, rumba… Suenan los Van Van y los locutores recuerdan la trayectoria de la agrupación. Dicen que aquí no se raja nadie, que «a los americanos les salió el tiro… por donde saben». Me pregunto si la próxima semana, o quizá el mes próximo, alguno aparecerá en la frontera de Estados Unidos y escribirá en Facebook que el Gobierno cubano es cruel y que lleva años diciendo lo que le ordenen por obligación, animando primeros de mayo por obligación, mintiendo por obligación.
Un bloque de personas se separa del otro. Un hombre con un altoparlante apura a algunos sectores: «Los trabajadores del Mariel, los trabajadores civiles de Seguridad, avancen. Hay que rellenar el espacio. ¡Por favor, avancen!».
Queda un espacio enorme entre un grupo y otro. El hueco se acerca al Teatro Nacional, a la Plaza. Una mancha de militares aparece de pronto, a lo lejos, corriendo con desesperación. Mujeres y hombres de más de 50 años trotando y jadeando a la par de los jóvenes para llenar el espacio, para que no se vea que la marcha no es un bloque compacto.
Vuelve a convertirse todo en una masa. Los altoparlantes siguen insistiendo en el avance. Los cordones se aseguran de la cerrazón de la muchedumbre.
Un grupo de hombres con instrumentos reciben panes envueltos en nailon transparente. Los desenvuelven. Los tragan. Luego se introducen en la marcha y tocan sus percusiones, sus metales; la gente baila a su alrededor, se alegra un poco y sigue avanzando.
La fiesta de los trabajadores cubanos es tan espontánea como la tángana del parque Trillo o la sentada de los Pañuelos Rojos. Todo está calculado para hacer que la gente se apriete y avance en un orden aparentemente desordenado, y para hacer, sobre todo, que la gente vaya.
Siguen sonando los Van Van. Su nombre viene de la icónica frase de la zafra del setenta: «de que van, van», en referencia a los 10 millones de toneladas de azúcar de caña que se pretendía producir.
En redes sociales corren capturas de chats en los que se asegura que quien no vaya al desfile en este o aquel centro de trabajo será inspeccionado a fondo. Una conocida, que estudia un técnico medio en elaboración de alimentos, me dijo que si no participaba perdía la carrera, o al menos con eso la habían amenazado. Cuando le preguntas a alguien que trabaja en cualquier centro estatal si vino al desfile, no dice que sí a secas, sino que «tuvo» que venir.
La marcha avanza. Pasa por el frente de la Plaza, donde los máximos dirigentes del país la saludan de lejos, como figuras diminutas e irreconocibles. La marcha está compuesta por los mismos que duermen fuera de una aerolínea para intentar huir del país, o quisieran hacerlo; los mismos que duermen fuera de las tiendas para comprar productos básicos, o quienes se los compran después a sobreprecio; los mismos cubanos cansados de todo que, entre tantas cosas, no quisieran cansarse además durmiendo otra madrugada en el suelo o caminando kilómetros para ver al presidente agitando una banderita. Pero, como los millones de toneladas de azúcar, de que van, van. Los represores se encargan de ello.
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Carlos Burrowes