Cabeceo al pie del teléfono, junto a la ventana que da a la calle. Estoy en el coro donde canta mi hija. Resuenan las voces de los niños, desde lejos y bajo esa letanía me duermo y despierto al mismo tiempo. Una mujer se acerca a donde estoy y se inclina sobre el teléfono y marca un número, protesta en voz baja, y se vuelve ansiosa, busca algo o a alguien.
La observo con un ojo abierto. Jabá, marchita, de unos 45 años. Algo en ella recuerda una acelga ennegrecida por el agua caliente, pero –ay- al mismo tiempo ese algo late y arde. Hay algo vivo, inclasificable en ella. No es la piel, no es el trasero deforme, tampoco el pelo oculto bajo una pañoleta. No sé qué es.
Entre negligente y amable la jabá le pide al Custodio que le preste su Tarjeta Propia para una llamada. Se agotó la suya. Él le marca el código y ella le da la espalda para hablar, de esa forma en que dar la espalda significa olvido.
Un conocido del Custodio entra por la puerta, corren unas sillas plásticas y se sientan a conversar detrás de mí, quizá observándola. La acelga arde, despide calor.
Cierro los ojos, primero para que nadie me moleste, luego para oír mejor. La jabá habla acerca de un hombre muy importante en su vida. El Custodio y su amigo disertan acerca de tipos que son malas personas. Creo que me duermo.
Al rato el Custodio se molesta, alza la voz –y creo que me despierto-, acusa a su interlocutor de no respetarle las vacaciones (todo el mundo sabe que el Custodio es un búho que vive allí, en la sede del coro, o sea, no es sólo su trabajo, es su casa). La jabá se vuelve hacia ellos, tapa el micro del teléfono y les ordena que hagan silencio. Los trata como a vagabundos, olvida que uno de esos vagabundos es el dueño de la Tarjeta Propia que está gastando hace media hora.
Bajan la voz ambos, salen de la casona y dan una vuelta por la cuadra. Pasa más o menos una hora, y la mujer sigue hablando sobre aquel hombre: un hermano o un marido que está distante, que está raro, que ella no sabe qué tiene, que ella comería tierra por él, a veces tiene arranques de histeria como una mona, otras veces luce controlada, y le pide a la mujer que habla con ella del otro lado del teléfono que se calme.
El Custodio regresa, entra a la casona, se arrincona, debe conocer cada rincón polvoriento de esta casa, bordea una columna. Se aleja unos metros dentro del salón, vuelve sobre sus pasos. Se sienta. Está sólo ahí, detrás de mí. La conversación con su compañero terminó mal, la jabá le gasta la tarjeta propia.
Le dicen el Indio, es un tipo flaco, tostado, reducido por el alcohol, la masturbación y el cigarro. Un buen hombre. Un hombre pobre que gana 10 dólares al mes. Un hombre sin mujer y sin hijos, que llama a su madre a la Habana todos los días con la Tarjeta Propia. Su madre, al parecer, es su única familia. Y la Tarjeta Propia, a la que le dedica una quinta parte de su salario, es acaso unos de sus patrimonios más valiosos.
La jabá se vuelve hacia el Custodio y de pronto abre los ojos y dice: “Mija, te dejo que esta tarjeta es del Custodio”. Cuelga y dice sin más algo que no llega a ser una disculpa: “¡Ay mijo se me olvidó!” y se va calle abajo.
El Custodio está molesto, muy molesto, habla pestes de esta mujer, y sale a comprar cigarros. Los cigarros son su otra compañía. La jabá regresa casi enseguida chupando una paleta de helado, y a la altura de la ventana del coro nuestras miradas se cruzan unos cuatro segundos. Al comienzo del cuarto segundo ella sonríe.
Su mirada es el final de esta crónica: es la mirada de aquella mujer que fue. Es lo que quedó. Y eso que quedó la mantiene en el ring. Uno puede seguir en el ring toda la vida aun cuando parezca una acelga hervida. Allá él, el Custodio.
Pero también es la mirada del pícaro (saltémonos el género). Y en cada pícaro se esconde una especie de fracaso, el del sujeto que no pudo ser y fuerza un atajo. La jabá aferrada a un hombre distante e inatrapable, todavía necesita de un Custodio, una cabeza sobre la cual pegar su pie, para alcanzar el objeto amado.
El poder de un ganador precario (y quién no lo es) sobre un perdedor, y de un perdedor sobre otro perdedor. El poder en abismo.
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Jesse Diaz