Pasaporte cubano

Foto Pablo Eppelin

Hay vida bajo el hielo

19 / enero / 2017

Al enterarse del fin de la política de pies secos y pies mojados, un amigo salió a la calle y comenzó a lanzar insultos racistas contra Obama. Se trata de un empleado del sector estatal, esforzado y hábil trabajador que decidió hace un par de años quedarse en la isla.

Su esposa -mulata- lo observaba tranquilamente desde la sala de la casa en construcción mientras le embutía un puré de malanga a su blanco y lacio hijo de cuatro años.

Un vecino suyo que pasaba por allí, al que nadie pintaría de comunista y al que se le considera más bien un listillo sin vínculo laboral, se detuvo y le dijo: “¿pero no te alegra saber cuánta gente va dejar de ahogarse en el mar?”.

Parece una escena de laboratorio caótico, de cómico de ranchón de Artex. Quien me la contó sorprendido fue el trabador integrado. Pero ni falta hacía. En la cabeza de una cantidad considerable de cubanos, en la que me incluyo, se libraba una controversia similar aun sabiendo que el próximo ahogado podría ser un familiar cercano. O uno mismo.

Para muchos esta política contradictoria, que en efecto estimulaba una espectacular emigración ilegal por el Mar Caribe y el tráfico de personas, junto a la Ley de Ajuste Cubano, era una puerta de escape permanente en caso de que el agua les llegara al cuello.

Pero ¿se comprende qué quiere decir esa consciencia (o inconsciencia) del “agua al cuello”?

Nunca fui tan consciente de ello hasta que me lo puso en el rostro un amigo con el cual hice una película hace más de una década. Tenía un pequeño negocio de fotografías para quinceañeras que le daba apenas para comer bien. Un día alguien le propuso un lote de cristales para enmarcar fotos, y como estos escaseaban por doquier lo compró. Comprendió que le hacían falta marcos de madera, pero al ser tan impuntuales los encargos que hacía, decidió hacerse de sus propios equipos. Pronto tuvo algo que parecía una carpintería.

El negocio comenzó a prosperar en el patio de su casa de San Miguel del Padrón, producía para él y para otros colegas. Cuando se le acabó el lote de cristales recurrió al suministrador, pero este ya no tenía vidrio de aquella calidad, sino unos apropiados para hacer ventanas de dos hojas. Se adiestró durante un tiempo y comenzó a producirlas. Hacía ventanas y tiraba fotos.

Cuando recurrió por tercera vez al suministrador, ni ventanas ni marcos, el hombre estaba preso. Durante un tiempo buscó cristales pero no aparecieron. Un día permaneció inmóvil más de quince minutos frente al local, era un puñado de aserrín, máquinas inútiles y recortes de vidrio.

Vendió los equipos, las mesas, la madera y siguió con su computadora de mesa, el televisor y la casa. Estaba decidido. Se iría del país con su familia por la ruta de Centro América.

La última vez que nos vimos hablamos recostados en una ventana de su casa vendida ya a un amigo italiano. Estaba cansado, me dijo, tenía casi 50 años. No le huía a la pobreza, no vivía precisamente en la miseria, sino en la ambigüedad, la inseguridad.

Le dije que era muy interesante lo que le oía decir, yo me sentía seguro, mi hija iba a la escuela, iría a la universidad, su hijo también iría pronto. Él asintió, no lo negaba, pero le preocupaban el hambre, la miseria. Quería construir algo seguro para su pequeño de 5 años. No veía continuidad, sino un devenir frágil, fragmentario. Su horizonte, su último horizonte (había tenido muchos ya), había sido aquella carpintería. La carpintería era su metáfora de Cuba.

En ese momento, mientras asistía al niño –le había pedido algo-, recordé La carretera, la novela de Cormac McCarthy. Un padre acaso de la misma edad que mi amigo (un hombre común de regreso de todos los sueños y aspiraciones), y su hijo, atraviesan la América profunda por un paisaje lleno de cenizas.

Los árboles caían como fichas de dominó al zarandearlos la menor brisa. Había ocurrido una catástrofe nuclear y ellos merodeaban sin rumbo buscando qué comer, cuidándose de otros hombres caníbales. La vida del niño era la lumbre que calentaba el corazón de este padre.

¿Qué sucedió en el 2006 para que alguien escribiera una novela así? La amenaza nuclear de la guerra fría era agua pasada en los medios. ¿Por qué la escribiría McCarthy 16 años después de la caída de la URSS? ¿Contra qué se revela el imaginario? ¿Que será del hombre, pletórico de sueños, de aspiraciones –a diferencia de un animal- si no tiene una puerta de escape, o un medio favorable a sus pulsiones de estabilidad o expresión?

Una generación de cubanos y cubanas que ronda los 30 en adelante vivió en carne propia “el agua al cuello” durante la crisis económica brutal (de hambre, harapos y apagones) de principio de la década de los años 90.

Esta noción del “agua al cuello” está sedimentada en nuestra sociedad como un acto reflejo. Una crisis humanitaria de tal escala es para sus sobrevivientes una estación pasajera a la que nadie en su sano juicio desea retornar, y están dispuestos a tomar, si es necesario, el toro por los cuernos para impedirlo.

Aun cuando cierta diversificación de la economía cubana impide con un análisis a profundidad esperar una crisis de igual envergadura, muchos no lo saben, ni quieren comprobarlo, quieren para sus hijos y nietos un futuro mejor y no un estado permanente de contingencia. El futuro es imaginario, está hecho de sueños, triunfos y decepciones pasadas, no de decretos propagandísticos que contradicen la realidad.

Estos padres, algunos jóvenes y fuertes todavía, consideran irresponsable no hacer algo. Para sus hijos nadie quiere replicar tal exposición al azar, fragilidad e impotencia de aquellos años. Máxime cuando Venezuela, del cual depende el suministro de petróleo y el principal socio comercial y entre líneas geopolítico de Cuba, no sale de una crisis para entrar en otra.

Sólo un virtual futuro en la miseria “que sobreviene”, o al menos un futuro sin prosperidad hace a la familia cubana exponerse a valorar tal peligro de cruzar el mar o la selva del Darién.

Con esta política de pies secos y mojados –hipócrita, populista e irresponsable- había al menos otro hogar del otro lado del mar. Les esperaba una generosa (frente al caso de mexicanos y guatemaltecos sin ningún tratamiento especial) Ley de Ajuste Cubano de corte irónicamente socialdemócrata en un país, según la propaganda, sin corazón y de individualistas salvajes. Les esperaba un país con subvenciones paternalistas -como las cubanas- más el plus de otras libertades económicas y políticas (para los bocazas o más civilmente inquietos) que en la Isla nunca tendrían.

En otras palabras, los Estados Unidos de América (y obviemos por un momento el antiamericanismo) han buscado una manera desprejuiciada para que en las carpinterías no falten los cristales, ni las puntillas ni la cola. Y los carpinteros y fotógrafos puedan vivir de sus esfuerzos sin entrar en ilegalidades.

Dicha congoja, dicha encrucijada, dicha contradicción en la cual uno no sabe si optar o no por una política diríase que incitadora, podría leerse de otra manera: no revela una debilidad de carácter, no revela el éxito de la campaña ideológica americana, no revela el éxito del liberalismo económico, sino el éxito de algo menos mediático y más vital que la ideología, y la marca Cuba, y lo que espera la izquierda de Cuba, revela, que aun en un campo de azufre, brotan las esperanzas, las aspiraciones más inocentes y primarias, el deseo y la preocupación de una madre, padre o joven de vivir en paz y con un futuro transparente y al menos virtualmente promisorio.

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