Ilustración: Alma Ríos (Distintas latitudes)
Irena y Adriana, las cubanas que apuestan por vivir de la vidriería en Cuba
28 / agosto / 2019
Irena y Adriana se conocieron picando vidrios con herramientas en una jaula de hierro rodeadas de hombres mientras aprendían, por diferentes motivos, el arte del vidrio en la Escuela Taller de la Habana Vieja. Hoy conforman la única cooperativa de vidriería de Cuba: Vitria. La imposibilidad de importar vidrio –pues no se produce en Cuba– las amenaza constantemente.
Son chicas con botas, se suben en andamios a varios pisos de altura, trabajan con martillos, tornos, madera, plomo, vidrio. Si te hacen el vitral, ellas montan el vitral. Lo de “muchachitas no, vitraleras”, es entre ellas una broma y una declaración de principios al mismo tiempo.
Después de años de salir en televisión presentando un programa de circo –Adriana– o pasar por cuanto taller de cualquier cosa que le quitara la timidez, mucha actuación sobre todo –Irena–, decidieron darle un uso más que recreativo a sus manos.
Irena y Adriana son chicas del Vedado, barrio a donde escapó la clase alta habanera a principio del siglo XX, cuando la ciudad vieja comenzó a llenarse cada vez más de negocios, vendedores y populacho, pero nunca antes se habían visto.
Adriana e Irena, muy por el contrario, no pertenecen a aquellas familias y apenas tienen 28 y 29 años en La Habana de Díaz Canel y el cuasi retorno a la crisis de los 1990.
“Yo primero quería ser arqueóloga cuando era niña. Luego me di cuenta que en Cuba no tenía futuro. Quería ser Indiana Jones, y si no podía, pues no, por eso cuando vi las opciones de la escuela me quedé con la especialidad de vidrio”, dice Adriana mientras pica una y otra vez pequeños pedazos de vidrios amarillos y rojos que poco a poco se convierten en un colgante con forma de girasol –una de las formas que han encontrado de sobrevivir cuando no les encargan vitrales–.
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Adriana es alta, muy blanca, delgada y menuda. Es tierna, sí, pero la ternura no es contraria, de ninguna manera, a la fuerza física o espiritual de nadie. Sobre un andamio, Adriana ha colocado vitrales y trabajado la madera y vestido otras botas y overol sin más esfuerzo que el de sonreír para la cámara que registra uno de los poquísimos trabajos que le ha encargado la Oficina del Historiador de La Habana, principal benefactora y a la vez apática receptora de los servicios de Vitria.
Irena, por su lado, es pequeñita, trigueña, de pelos enroscados, y siempre más dispuesta a hablar. Desde muy niña aprendió a ganarse la vida, con unas habilidades de negociante que le han servido hasta hoy. Casi siempre ha vivido con su abuela, que con 70 años plancha para para otras personas, y lava y hace mandados y hace croquetas para vender. “Yo hacía negocios con ella desde chiquita, y si yo planchaba una camisa, el dinero era mío”. Su madre, contadora de una clínica veterinaria, también cose y hace cosas de carpintería, y tapices: “mi mamá no quería enseñarme a coser, pero yo me metía en la máquina –le partí un montón de agujas–, y aprendí, y un día una vecina le dejó un pantalón para que le cogiera un dobladillo, y como ella no venía, lo hice yo y lo cobré yo…”.
Ambas son las dueñas y parte de Vitria, una cooperativa no agropecuaria de la Oficina del Historiador de La Habana (OH), experimento –el de las cooperativas no agropecuarias– creado por el gobierno de Raúl Castro en 2012 para descargar al Estado cubano de servicios y empleados que no podía sostener.
Y aunque creadas por interés de la OH y a propuesta de ellas, paradójicamente, han sido contratadas apenas un par de veces por esta institución –creada por Fidel Castro y con poderes únicos en Cuba, para gestionar la restauración y administración del desarrollo local de la parte más antigua de la capital cubana–.
Adriana e Irena, debido a esta situación, han tenido que encontrar más de una forma creativa de sobrevivir con lo que les gusta hacer: trabajar el vidrio.
Irena, lo dicen ambas, es la negociadora. Adriana tiene que ver más con la tecnología, o con los diseños…
BACK TO THE ORIGINS…
Adriana e Irena se vieron por primera vez en aquella jaula donde comenzaron a aprender el oficio del vidrio. Era el año 2008. Pero, ¿cómo llegaron a una escuela de oficios?
En Cuba, cierto pensamiento cliché, hizo por mucho tiempo que los adolescentes, por presión familiar en muchos casos, debieran optar por carreras universitarias “para que tengas un título, que eso siempre es bueno tenerlo” –decían las madres–. Y es que uno de los incuestionables “logros de la Revolución” fue ofrecer oportunidades educacionales a todos por igual, lo que garantizaba, sin demasiado esfuerzo familiar o personal, cursar una carrera en alguna universidad del país. Esto, por otra parte, hizo que gran cantidad de oficios se perdieran durante décadas, y luego de la crisis de los 90, sobre todo, resultó también en que el carpintero de la esquina fuera ingeniero en algo o el camarero de un restaurante un licenciado en contabilidad.
En los últimos 10 años, con el gobierno de Raúl Castro, la cantidad de plazas en las universidades se han reducido drásticamente y, como parte de su política de “actualización del modelo económico”, se han elevado las opciones de educación técnica y de escuelas de oficio, principales fuentes de mano de obra para el trabajo privado y el creciente sector turístico.
Por suerte para ambas, la guía familiar fue por caminos sin demasiados prejuicios, por lo que coincidir en una escuela de oficios no fue una última opción para ninguna de las dos.
Adriana estudió en un preuniversitario en el campo llamado Comandancia de La Plata. Pasó 3 años allí, becada. Meses antes de las pruebas de ingreso a la universidad, se enteró de la Escuela Taller; la idea le encantó y fue a ver las opciones. Vidrio, le interesó mucho.
“Para entrar hacían una selección en enero del año siguiente, pero no quería quedarme en el aire si no entraba en la escuela taller, así que hice las pruebas de ingreso y empecé a estudiar Ingeniería Civil. Y menos mal que no me quedé en el aire, porque no hubiera aprobado el cálculo”, me dice y sonríe con cierto escozor por pensar en las matemáticas.
Luego del primer semestre de ingeniería, Adriana aprobó para cursar la especialidad de vidrio y dejó la carrera. “Mi papá por poco se muere, porque había dejado una ingeniería por ser solamente obrero calificado…”.
Para Irena, la historia fue otra. Desde niña, su mamá la notó demasiado tímida, así que antes de cumplir 15 años había pasado por cursos de pintura, cerámica, guitarra, percusión, gimnasia rítmica, ballet español, y alguno que otro más. Luego de no quedar en la última selección de aspirantes a la Escuela Nacional de Arte –nivel medio de la enseñanza artística en la isla– comenzó a estudiar técnico medio en Contabilidad en un politécnico del Vedado.
Tenía 16 años y la saya por la rodilla cuando se enfrentó a un ambiente escolar de prostitución y sobornos. “Aquello era una mafia. Era muy incómodo, yo que quería estar en una escuela de arte, estar ahí era una locura. De ese lugar sacaron hasta un documental con 7 muchachitas que se prostituían, y les pusieron cámaras y grabaron cómo sobornaban a profesores para ‘irse a trabajar’, y grabaron a policías que las detenían. Ahí salen profesores míos.”
Con escasos maestros y sin ganas de compartir ese ambiente, Irena sacaba cejas por 5 pesos cubanos a sus compañeras de clase o se escapaba para irse a pintar sola en su cuarto.
Luego de 4 años “en esa tortura”, una profesora le sugirió la convocatoria de la Escuela Taller. Sin pensarlo demasiado fue al lugar y un tío que trabajaba allí le mostró los oficios que se enseñaban y se decidió. Así, mientras terminaba el último semestre de contabilidad, comenzó a aprender el arte del vidrio.
La bienvenida, para ambas, no fue placentera: pasaron un mes a prueba, siempre de pie, con herramientas que servían poco o nada, pero al final quedaron en el curso y dos años después se graduaban sin problemas.
Pero en esos dos años, Irena desplegó su potencial de mujer negociante:
“En la escuela taller nos pagaban 200 pesos (8 USD), y nos daban de merienda un pan con jamón, queso, salchicha, y atún. Esos panes los vendían los alumnos a 10 pesos, y con esos 10 pesos se compraban una pizza, para cambiar el almuerzo. Yo no, yo tenía necesidades: no tenía computadora para estudiar, quería escuchar música en un mp3, quería una cámara fotográfica… entonces traía el almuerzo de mi casa, y guardaba los 10 pesos, que al final de mes podía tener 200 pesos más. Pero los muchachos querían descansar en el receso, así que me conseguí una mochila donde cabían 30 o 40 panes y empecé a vender lo de ellos también”.
Entre las doce y la una de la tarde, Irena recorría varios kilómetros con la mochila llena de panes que ofrecía a empleados de hoteles, taxistas y vendedores de artesanías. Con esta venta, podía ganar unos entre 1600 y 2000 pesos mensuales, o sea, entre 60 y 80 dólares.
“Con el dinero del pan, el primer año me compré la computadora, y el segundo año le pagaba al profesor de las clases particulares para entrar en la universidad de San Gerónimo”, me cuenta con un hilillo de orgullo propio.
¿PONER CRISTALES DE PUERTAS O APOSTAR A LA CREATIVIDAD?
A las chicas de Vitria las conocí en 2016 en un antiguo y ruinoso convento habanero que les servía de taller. Habían llegado a allí como tabla de salvamento, luego de casi dos años poniendo cristales para puertas como único empleo y durmiendo sobre mesas por hastío, en una empresa constructora.
El convento de Santa Clara, un edificio del siglo XVII, en pleno corazón de la Habana Vieja fue la opción más viable para poder extraer una donación que habían recibido para poder constituirse como cooperativa y comenzar a trabajar.
Una de las naves del convento fue suficientemente grande como para recibir los equipos pesados y las cajas de vidrio que recibieron, por suerte, sin costo alguno. Desde 2016 la amenaza de que se termine el vidrio en La Habana es constante, y sin capacidad real para importar vidrio –a pesar de que como cooperativa tienen permitido importar materiales, no existe mecanismo legal o práctico que lo viabilice–, mantener el sueño y el oficio ha requerido que pivoteen constantemente.
Una de las apuestas más arriesgadas ha sido la de crear una experiencia de Airbnb que han sostenido por casi dos años con mucho éxito. “Descubre el arte del vitral en la ciudad”, es el nombre en español, y permite a los turistas que llegan a La Habana una mirada diferente del centro histórico.
El grupo de 4 o 5 visitantes son guiados por Irena y Adriana mientras explican detalle por detalle de los vitrales que coronan puertas y ventanas de edificios antiguos o restaurados. La Plaza Vieja, la Plaza de Armas, los callejones estrechos y adoquinados de zonas turísticas o completamente residenciales son parte del viaje.
“La Habana es una ciudad que tiene mucho trabajo en vidrio con una influencia marcadamente española, que a su vez tienen influencia morisca. Con una ciudad al lado del mar, los grandes ventanales proveían el aire suficiente para refrescar el calor, y encima de ellos se colocaban grandes mediopuntos, con soporte de madera, para que iluminaran las habitaciones. La carpintería en el vitral es muy característica de La Habana. Mucha gente piensa que solo lo que tiene plomo es un vitral, pero en Cuba, el plomo llegó después, sobre todo en el Vedado y otros lugares a donde se fueron los ricos. Y hacían grandes vitrales con el escudo de la familia, o escenas religiosas o artísticas. Pero casi todo era importado. Y claro, eso era demostración de poder económico”, cuenta Irena bajo un extenuante sol de verano mientras señala hacia diferentes edificios y explica por qué aprendieron tanta carpintería mientras estudiaban.
Este trabajo, sin embargo, lo hacen individualmente, no como parte de la cooperativa, pues se sale del marco legal dispuesto.
La Oficina del Historiador, quien pudiera ser su mejor cliente, pues luego de formarlas y ayudarlas a crear la empresa, cuentan con precios preferenciales, las ha contratado en apenas dos trabajos. “Y nos contrataron porque los que estaban trabajando el vidrio en esas obras no se arriesgaban a restaurar, por ejemplo, el vitral de la capilla de lo que es hoy la Alianza Francesa”, dice Adriana.
Y remata Irena: “por eso, lo que más hacemos es con el sector privado, pero el problema ahí es que no te mandan a hacer vitrales grandes, ni muchos, y tampoco aparecen muchas personas que quieran hacerlos. Por ejemplo, el de este cliente –y señala un trabajo en plomo de 1.5 x 05 metros sobre una inmensa mesa de madera donde está en terminación– nos va a reportar 100 dólares, pero entre el 15 por ciento de impuestos, la renta del local y demás gastos, eso apenas es ganancia”.
Sin embargo, y a pesar del escenario adverso, su empeño las ha hecho aparecer como entrevistadas y hasta portada de revistas independientes cubanas, de proyectos nacionales de empoderamiento femenino, en reportajes audiovisuales de canales internacionales y sus cuentas en Facebook y en Instagram crecen cada día con nuevos seguidores y clientes.
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En su nuevo local –hace unos meses, la Oficina del Historiador logró encontrarles un mejor sitio que el ruinoso convento–, Irena y Adriana pasan horas haciendo figuras de vidrio que terminan siendo colgantes, o espejos, o aretes, o vitrales de pequeño formato que luego venden a amigos y clientes que llegan, perdidos por los callejones de la Habana Vieja. La nueva meta es convertir el lugar en una tienda, señalizar la entrada, abrirla al público y alternar las artesanías en vidrio con los vitrales que les solicitan restaurar o crear.
Una cosa tienen clara estas chicas, en botas sobre andamios con vitrales de varios metros o picando milimétricos pétalos de un girasol, Vitria es más que un negocio, es una apuesta por vivir de sus propias manos en una Habana que necesita mucha más luz.
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Esta historia fue publicada originalmente como parte de la serie “Nuevos rostros de Cuba y América Latina”, 22 perfiles de jóvenes que están transformando la región desde distintos ámbitos: música, deporte, tecnología, derechos humanos, innovación, moda y más; a cargo de Distintas Latitudes. elTOQUE las comparte con ustedes.
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