Miembros del grupo Farándula mientras repartían ropas y alimentos a vecinos de la iglesia Jesús del Monte que lo perdieron todo como consecuencia del tornado.

Miembros del grupo Farándula mientras repartían ropas y alimentos a vecinos de la iglesia Jesús del Monte que lo perdieron todo como consecuencia del tornado.

Jesús del Monte: donde la fe (no) se perdió

30 / enero / 2019

El muro de la Calzada no se cayó — como indicaban los rumores —, pero la iglesia de Jesús del Monte, en el municipio habanero Diez de Octubre, perdió la cruz y nadie, hasta las 10 de la noche del lunes 28 de enero, había podido descubrir hacia dónde el viento del tornado se la llevó.

El polvo lo llevan incrustado encima. Polvo en la piel y polvo en todas las cosas. Polvo que no discrimina entre niños y viejos, mujeres y hombres, alérgicos y asmáticos. Polvo que llega a todos por igual.

Jesús del Monte se la jugó en una ruleta rusa donde esa vieja impredecible, la desgracia, puede tocar a cualquiera.

Subimos la loma que lleva a este templo católico, desde donde se divisa el arco de la ciudad y el instinto tribal se ha consumado en una fogata. En torno a ella, los vecinos de la estrecha calle empedrada que colinda con la iglesia y donde ya no hay muro pues ese sí el viento lo derrumbó, se reúnen para sopesar la desgracia colectiva. Sacan una bocina y ponen música de Cimafunk; la combinan con un poco de reggaetón. La fogata permanece, como una vela que se le ha encendido a algún santo.

Y si se le preguntara a un religioso, diría que la plegaria produjo el milagro. Un grupo de jóvenes, bien vestidos y cargados de alimentos, ropas y agua, llega hasta el espacio de la fogata. Comienzan a repartir lo que traen. Ante el acaparamiento típico de las situaciones de escasez, “rezarán”: dale la oportunidad al otro. Tomen lo que necesiten y luego dejen pasar a los demás. Hay para todo el mundo.

—¡Una blusa para una niña de diez años!

—Un pantalón de mujer.

—Abrigo para un hombre.

—Panes, latas de comida, agua embotellada, vasos y platos plásticos.

Yamira Martín ha cogido algo y le ha dado paso al resto de sus vecinos porque, dice: “gracias a Dios no me pasó tanto”.

“Me corté aquí —señala sus brazos— a cuenta de los cristales que se rompieron. Porque en ese momento yo estaba sola con mi niño y otra muchacha jovencita. ¡Y no pude cerrar!, porque los cristales me iban a dar en la cara. La muchacha de aquí al lado sí tuvo afectaciones en la cara. Fue a cerrar la ventana y sí sangró y todo. Estoy muy alterada todavía”.

A los jóvenes, que forman parte de un grupo de Facebook llamado Farándula, les preguntamos cómo surgió esta propuesta y por qué documentan el proceso. Responde su líder, el abogado de 29 años Fernando Borrego Santos, que “siempre se reúnen para organizar fiestas pero, esta vez, la desgracia vecina les miró de frente: “venir acá no es tirar fotos, es ennoblecerse, ponerse en el lugar de los demás, no nos vanagloriamos con la desgracia de los demás, es para que el mundo sepa qué es lo que hace la juventud cubana, los jóvenes cubanos por su pueblo, para interiorizar ese dolor y ayudar de una manera u otra a estas personas. Con pan, agua, cobijas, abrigos. Nosotros venimos acá con vasos, platos; ropas que se nos han quedado a algunos, otras que no usamos ya. Porque sabemos que son personas que se han quedado sin nada”.

Yamira piensa que somos parte del grupo y comenta: “Estoy muy agradecida a los jóvenes, que se han quitado lo poco que tienen para venir aquí y dárnoslo a nosotros que también somos jóvenes y podemos luchar. Vinieron cuando aquí no ha venido nada de nada. Bueno, ellos y la Iglesia”.

 

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Interior de la iglesia Jesús del Monte. Foto: Lázaro Numa.

 

En la puerta de la iglesia, inhabilitada tras el tornado debido al desgaste de sus interiores, hay curas. Entre ellos el de la cercana parroquia de Los Pasionistas, en La Víbora.

“Yo soy de la iglesia vecina que no ha sufrido desastre, pero confraternizo con los afectados”, dice.

Mientras mira a su alrededor los escombros, añade: “Estamos aquí acompañando a la gente, haciendo lo que podemos. Un poco de agua, un poco de comida, un poco de ropa, al lado de ellos, con los que sufren. La hermana es una monjita chilena y ha venido desde Chile hasta aquí a correr la suerte de nuestro pueblo, acompañando a la gente que sufre, que padecen, que necesitan, porque ella ha consagrado su vida a eso. Hay otras allí, dentro de la iglesia, ofreciendo comida a las familias que no han podido cocinar y no tienen alimentos”.

Su compañero, el cura de esta iglesia legendaria —la primera que se construyó fuera de La Habana intramuros en el período colonial—, es un mexicano de la Orden de la Merced.

“Doy continuidad a los mercedarios en Cuba que en siglos pasados han sido párrocos —dice—. Muchas personas me han dicho que nos vayamos y dejemos la iglesia, pero no, tenemos que mantenernos aquí. Aunque no tengamos iglesia, tenemos que estar aquí, por la iglesia y por la gente, un pastor no puede dejar a las ovejas solas”.

Reconoce que: “no tenemos posibilidad para ayudar, pero lo estamos haciendo. Ahora la iglesia no sirve. No se puede celebrar misa, quizás en el claustro abajo vamos a celebrar alguna misa. Pero de la iglesia como comunidad religiosa se han traído víveres para los que más los necesitan. A ellos se les está repartiendo frazadas, velas, cena, mañana se les dará almuerzo y desayuno”.

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Ruinas de la iglesia de Jesús del Monte. Foto: Lázaro Numa

Las voces del tornado

Aquí, debajo de la loma que lleva a la iglesia de Jesús del Monte y tras el muro fastuoso que divide los barrios de Santo Suárez y Luyanó, los vecinos saben cuándo empezó a suceder aquello que nunca había pasado, pero no tienen idea de cuándo acabará.

“Sonaba como si se fuera a caer un avión. ¡Yo vi la bola! Estaba viendo el noticiero: Teresita —la meteoróloga— dando las orientaciones de la Defensa Civil y todo eso. Empieza a pestañear el televisor, un bajón de voltaje y, cuando veo que vuelve a pestañear, desconecto el frío y sigo escribiendo informes en la laptop; pero siento ¡prácata!, pedazos de tejas cayéndose. Uummmmm. Me asomo por la ventanita y veo aquella bola, aquella cosa redonda que viene así, como si fuera un remolino. No sé si ya llevaba enredado zincs porque se sentía que rozaba la tierra. Ra, ra, ra. Y digo: ¡ay, dios mío, mi hijo está allá fuera, que esté en un lugar seguro!”, cuenta esta mujer de la tercera edad, militante del partido y expresidenta de su CDR.

“Vivo aquí desde 1977, a mí se me fueron unas tejas. Pero las mayores afectaciones fueron en casa de Miriam y su esposo salió a recoger cartones y tejas que botaban otros para ponerlas ahí arriba y tratar de resolver. Más pa´lante, en el 714, también se fue todo. Todas las tejas. Igual que a Dora”, añade, mientras ve el tiempo pasar frente al largo muro de Jesús del Monte.

Al principio del pasillo, una casa parece no necesitar llaves. Lo que hay dentro no alcanza ni para incitar al robo. Aquí viven dos mujeres. Madre e hija. Solteras.

“Estamos como en Tropicana”, comenta y dirige la luz del celular hacia el techo inexistente. “Bajo las estrellas”. Por cada hueco de techo, que es mejor decir por cada espacio de cielo, se filtran las luces minúsculas de las estrellas.

La hija es enfermera de un pediátrico donde atiende hemodiálisis por un salario de 670 CUP; la madre es Licenciada en Educación Especial pero trabaja en el sector del transporte público, por un salario de “200 pesos y pico”. Con estimulación puede llegar a 600. Dicen que reparar la casa, aunque ahorren, no está en sus posibilidades inmediatas. “Hay que comer, hay que vestirse”, señala la hija.

Apunta la madre que tampoco clasificó para subsidio “cuando los estaban dando”.

La calzada a la que Eliseo Diego le dedicara un poema, es esta noche un amasijo de escombros, postes caídos, oscuridad solo interrumpida por las linternas de celulares. Polvo. Pero una cosa es lo que sucede del lado exterior del muro; y otra lo que ocurre del lado interno, donde la loma se oculta.

Detrás del muro, en una orilla, lo que ocurre es esto:

Una mujer se recuesta cadenciosamente a una monja. La primera llora y la otra le echa la mano sobre el hombro.

—Mañana vienes para el desayuno —le dice la monja.

—Yo tengo que cuidar a la niña —responde la mujer. Casi no puede hablar.

“La casa le cayó arriba a mi mamá, la saqué con los escombros, el televisor, el refrigerador. ¡Dos segundos! ¡Dos segundos! ¡Tanta gente en dos segundos! ¡Se acaba el mundo!

La mujer, mientras da vueltas desesperadas, agrega que tiene dos niñas. “Una de 18 y otra chiquitica”.

“La parte de arriba de mi casa se derrumbó”.

—¿Y su mamá?

—Hace un mes se quedó viuda. Al final no le pasó nada pero está albergada en casa de un vecino.

A la monjita, mediana edad, chilena, este tipo de escena le resulta familiar. “Estuve en Cuba en otra tragedia parecida, en Niquero, cuando el ciclón. La iglesia siempre ha estado ahí, acompañando a las personas en los desastres, a la vanguardia. Por Cáritas nacional e internacional, que siempre da ayuda”.

 

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Alrededores de la iglesia Jesús del Monte. Foto: Darcy Borrero

 

Iglesia abajo, las escenas cambian a peor. Al doblar la esquina un comité de rostros angustiados. Lo poco que tenían lo han echado a una caldosa colectiva. Mantenerse unidos, aquí, también es prioridad.

Lo afirma una damnificada, quien tuvo que asistir a su suegra en los primeros momentos de calma tras el tornado. “A las 10 y pico, bajo la lluvia, corrimos hacia la esquina, donde había una ambulancia. Pero el ambulanciero dijo que él no estaba ahí para prestar ese servicio. Y tuvimos que seguir bajo la lluvia hasta Coco y Rabí. Tenía los dedos desprendidos por haber tratado de socorrerse, agarrada de las tejas. ¡Los pedazos de teja empezaron a volar! Y a mi suegra, que tiene 89 años, la sacamos de entre las tejas caídas, sangrando, y hubo que darle 26 puntos en las manos”, lamenta, en tanto coloca a su suegra entre los casi 200 heridos que dejó el tornado.

De los muertos, cuatro según la Defensa Civil, no se sabe siquiera los nombres.

“¡Hay muchos lugares afectados, pero aquí —a Mangos 115 entre Delicia y San Luis—no ha venido nadie! Nadie pero nadie del Estado”. Insiste ella, especialista en genética molecular, en que “todo, todo lo perdí. Los colchones, los cubiertos, en mi cocina no quedó un alma viva, ni un plato, olla arrocera, reina, microwave, batidora. Todo se me echó a perder, todo está jodido. Doy gracias a este mundo de que se haya roto la computadora y no mi hija. Hacía cinco minutos mi hija, de 15 años, había salido del cuarto. Cinco minutos”.

Sobre cualquier tentativa de futuro indica: “me siento y miro las cosas en frío y digo qué voy a hacer ahora, después de tanto sacrificio que costó tener esto. Cuando el ciclón, lo había perdido todo también y me ayudaron con unas tejas. Pero ahora es peor porque son mis cosas materiales y eso nadie me lo va a devolver. Mi sacrificio no me lo devuelve nadie”.

En la Calzada de Jesús del Monte continúan las heridas, los ecos y, ahora, el polvo de los versos de Eliseo cobra matiz realista. El destino de estas personas se dispersará en las múltiples decisiones burocráticas y la ayuda “que vendrá”. La sombra de la nube roja ya no amenazará las columnas a un lado de la iglesia de Jesús del Monte, porque las borró y las devolvió a lo que fueron: polvo. Nada más.

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