Foto: Ella Fernández
La historia de Julián Osmundo, cubano octogenario en Buenos Aires
28 / octubre / 2024
Julián no podría estar más contento. Ayer, durante un paseo nocturno por el barrio, encontró en un comercio una lata de leche condensada y lo más parecido a una «malta» que puede haber en Buenos Aires. Durante los 78 años que vivió en Cuba jamás le llamó la atención la mezcla de ambos elementos. Pero extrañar lo que alguna vez fue el hogar — sentimiento que los portugueses bautizaron como saudade y los gallegos llamaron morriña— puede llevarte a buscar conexiones donde antes no las hubo.
Julián Osmundo González vive en Almagro, barrio bonaerense; a 20 minutos —en transporte público— del Obelisco y de la Avenida 9 de Julio, una de las arterias principales de la gigantesca ciudad. «La avenida más ancha del mundo», como le gusta decir a los argentinos.
Quedan pocas semanas para que acabe el invierno, pero aun así viste dos pantalones y múltiples abrigos. Se cumplen casi dos años desde que reside en Argentina, pero no logra acostumbrarse al frío y no sabe si alguna vez lo hará. Quizá, por eso, dentro de su casa/taller la calefacción marca 26 grados. En diciembre —el verano sudaca— va a celebrar su octogésimo cumpleaños. Espera que el clima lo acompañe ese día, es una fecha importante.
«Me siento muy joven todavía y con muchos deseos de vivir y de crear», me dice. «Aquí en Argentina estoy tratando de hacer lo mismo, tratando de ver cómo me ubico de la mejor manera y a la que mejor provecho le puedo sacar».
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Julián llegó a Argentina en 2022 «de casualidad». Nació en Sancti Spíritus, pero muy joven se mudó a La Habana, donde dedicó seis décadas de su vida a la confección de calzados.
Según cuenta, gozaba de gran reputación en la capital gracias a su arte. La deficiencia de producción estatal le abrió las puertas a una vasta clientela. Durante muchos años, su trabajo le reportó suficientes ganancias. Tenía prestigio a nivel nacional e internacional. Era el zapatero de las estrellas del panorama musical de Miami y de otros muchos países como Colombia y Perú, lo cual le permitió contratar a personas que se encargaban de las tareas domésticas. Incluso, cuando sus dos hijos decidieron emigrar, «siempre alguien me ayudaba». Ahora, en Argentina, ha tenido que aprender casi todo desde cero, en lo que a labores domésticas se refiere, pero no se desanima. Come plátanos fritos casi todos los días. Creo que hay muy pocas cosas que desanimen a Julián.
En Cuba trabajaba muchas horas al día. «Poca diversión y mucho trabajo», subraya. Pero era feliz, porque amaba lo que hacía. Tenía muchos amigos y consideraba su oficio un placer. Placer que tuvo que abandonar debido a la escasez de materias primas que año tras año se agravaba y a las crecientes prohibiciones dentro del sector no estatal. «No había posibilidad de hacer un par de zapatos».
Si quería seguir trabajando, tenía que irse. Y dejar de trabajar nunca fue una opción, no por el tema monetario, sino por amor. Cuando Julián habla de Cuba, habla de un país desolado, triste, abandonado.
«Nunca de joven pensé en irme de mi país. En la vejez tampoco. Me sentía muy bien en Cuba. Fue algo sorpresivo. Siempre pensé que iba a permanecer hasta mis últimos momentos de vida en mi país».
Un día, su hijo mayor, quien reside en Miami, le presentó la posibilidad de tramitar una visa a Argentina. Su labor como músico le había permitido crear ciertas conexiones en la nación sudamericana. Conexiones que le facilitarían al padre la entrada y permanencia.
El artesano se había despedido de su primogénito cuando este tenía 18 años. Su hijo conoció a una artista danesa, se enamoró y se fue a vivir a Europa. Julián no se imagina cómo fueron los primeros años para el joven, alejado de casa, viviendo en un país con temperaturas bajo cero y con un idioma tan diferente al suyo. Fue el primer contacto de Julián con la migración. ¿Quién le hubiera dicho que más de tres décadas después llegaría su turno?
González llegó a la tierra de Messi con un contrato para enseñar su arte a personas en situación de discapacidad. Ahora, espera pacientemente obtener la nacionalidad argentina y poder viajar. Si le preguntas a dónde quiere ir o qué quiere ver, te contesta: «el mundo». Pero empezaría por Miami, para ver a sus dos hijos y a sus nietos.
«El mundo es muy grande», repite.
Lo que más extraña de Cuba es el clima. Las bajas temperaturas le atormentan. No hay abrigo suficiente que le haya hecho más amigable el tránsito por el invierno bonaerense. Por mucho que lo intente, no le encuentra sentido al fútbol. Aún le cuesta manejarse con la inflación que gravita la realidad argentina. La constante subida de precios es una de las cuestiones que más le ha impactado. También dice tenerle «miedo» a la tecnología.
Por lo demás, no se preocupa. Ve mucho de Cuba en Argentina y viceversa. Por lo menos en la cultura y el trato entre las personas. En dos años ha hecho algunas amistades, sobre todo venezolanos y cubanos. Todos son menores que él. «Soy el más longevo», explica.
Tiene un departamento en planta baja, con un pequeño jardín donde se sienta a tomar sol en un banquito. Su remedio para combatir la soledad es realizar alguna labor que lo haga feliz y le ocupe el mayor tiempo posible.
«Los hombres se conocen por el trabajo que sale de sus manos. Y como mi trabajo es fundamentalmente manual, eso me hace sentir muy bien. Son pocos los momentos en los que pienso en la soledad. Creo que me ataca más cuando pongo la cabeza en la almohada, pero al rato se me quita. Me quedo dormido. Pero durante el día no, no siento soledad porque casi todo el tiempo estoy ocupado haciendo mis labores».
La sala de Julián es taller y almacén a la vez. Un espacio repleto de modelos de zapatos, máquinas de coser, plantillas, hilos y telas. Hay colores por todas partes y la luz de las lámparas está estratégicamente dirigida a la mesa sobre la que une las partes de lo que será el calzado tatuado con su nombre. Su último ejemplar es una innovación: un zapato muy difícil de realizar, «muy complejo», que garantiza máxima comodidad a quienes lo usen. Lo bautizó «el Rolex de los zapatos artesanales». Con plantillas que te dan la sensación de caminar sobre nubes de algodón.
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Una llamada telefónica desde Cuba interrumpe nuestra conversación. Una vecina saluda desde la pantalla. Le recuerda que en el barrio lo esperan varios encargos de zapatos. Sobre todo, el de «Iyawó», que se los pidió blancos. Pero los residentes de Centro Habana, último barrio donde habitó Julián, no piden calzados de marcas impronunciables, comprados en los centros comerciales de Alto Palermo, en Buenos Aires; no, piden zapatos con la marca de Julián Osmundo.
Julián no miente. No exagera cuando habla de su popularidad en la isla. En su cuarto almacena más de una docena de pares que llevará en varias maletas una vez que le otorguen la visa de tránsito a Panamá. Desde la entrada de Javier Milei al Gobierno no existen vuelos directos entre Argentina y la isla. Espera poder visitar Cuba antes de que finalice el año.
El cubano casi octogenario no recomienda migrar en la tercera edad. Asegura que la costumbre es más fuerte que el amor y que con el pasar de los años adaptarse a «una nueva vida» es difícil. Pero, en caso de tener que afrontar la «aventura», pide recordar que el ser humano —y sobre todo, el cubano— tiene la capacidad inigualable de luchar contra las adversidades.
Julián tiene sueños y aspiraciones. Se planta fuerte contra quienes creen que llegado a la tercera edad, todo se acaba. Para él no hay límite. Visualiza, en un futuro no muy lejano, su empresa y un taller más cómodo para trabajar.
«Me ha tocado ese privilegio de experimentar cómo se siente una persona mayor lejos de su patria y de su tierra (...). Me siento contento. Feliz porque sé que al final voy a triunfar. Y al final sé que mi trabajo va a tener aceptación en esta ciudad o en este país. No pierdo la esperanza de una vida mejor».
Tampoco descarta regresar a Cuba, en algún momento, si el panorama mejora. «Poder enterrar mi cuerpo donde nací. Donde tengo a mi familia, mis amistades, mi pueblo».
Julián dice que va a ser el zapatero número uno de Buenos Aires o de Argentina.
Yo le creo.
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Evelyn Rubio Sardiñas