Massiel Rubio activista

Foto: Laura Roque

Massiel Rubio y el país para la gente (+Narración)

8 / junio / 2023

Sus ojos revelan que ha dormido poco. No nos conoce ―o al menos eso creemos―, pero nos ha abierto la puerta de par en par. Nos guía hacia su espacio como quien te cuenta todo de sí. Está vestida cómodamente. No sé si estamos en su local de trabajo, en el de su pareja, en su casa o en el sitio donde recoge y empaqueta medicamentos. Admiro la limpieza y el orden milimétricamente concebido. Todo está en el lugar preciso. Hace tiempo quería hablar con ella, pero no me había decidido. No la imaginé tan accesible como se muestra ahora.

Es una tarde fría de marzo de 2023 en Madrid. Le escribo por Messenger y no demora en responder «por supuesto, sin problema». No hace preguntas sobre la entrevista ni pone objeciones. Coordinamos para vernos en unas tres horas. Me pasa su dirección: calle Solana de Luche 7, local 1, Puerta del Ángel. Luego me percato de que esas coordenadas las he visto antes; en su perfil de Facebook están disponibles para todos. Descubro que el lugar al que nos permitió entrar es un oasis de arte, creación y solidaridad. 

Massiel Rubio vive en un estudio donde su pareja produce música, en un local de ensayo de obras de teatro, en un mini almacén de medicinas, en un pequeño refugio con ropa para migrantes que incluye una cama personal y, al fondo, una sala de estar con un librero que cubre toda la pared y recrea una sección de biblioteca. Ahí comienza su hogar, decorado, limpio, diría que es un lugar con identidad. Ella quizá se percata de nuestros pensamientos y comenta: «es que soy muy manitas», en alusión a sus habilidades para las manualidades.

«Mi novio dice que mi objetivo en la vida es escoger algo (ya sea un libro porque me dedico a editar) e intentar que después esté un poquito mejor», explica mientras nos vamos acomodando al lado de una bola del mundo que tiene dentro botellas con bebidas diversas, como un mueble bar que te permite embriagarte mientras te pierdes en la vastedad de la Tierra.

La migración: saturada de Cuba

Bisexual, migrante, cuidadora, estudiosa. Massiel se fue de Cuba saturada. No por el Gobierno ni por el sistema, sino por la gente. Hizo un rechazo absoluto a la gente y solo con el tiempo y la distancia entendió por qué. «No quiero ver a nadie», «me da vergüenza ser parte de esto», pensaba. El grado de enajenación social que percibía, la violencia replicada, el bullying como parte del choteo habitual la afectaron en lo más profundo.

Socióloga, actriz, dramaturga. De vigilancia y presión laboral tuvo bastante. Trabajó desde Cuba para el grupo editorial español Lantia Publishing, con el sello Guantanamera, que publicaba autores prohibidos en el país. A su jefe lo hostigaron, le quitaron una carga de libros, se llevaron preso al vendedor en la Feria del Libro de La Habana de 2017. El primer libro que ella publicó, «La triste broma de un infante difunto» (2016), lo censuraron.

Desde las «toxicidades» familiares comenzó su divorcio con el país. El machismo normalizado en su rol como cuidadora la asfixió. La criaron sus abuelos, que tenían dos hijos varones, por lo que a la nieta mujer le encargaron su cuidado. Todos emigraron y, en cierto modo, se desentendieron. Con 30 años había hecho solo tres cosas: estudiar, trabajar y cuidar.

Fue criada por un abuelo campesino y una abuela costurera ―ambos combatientes del Movimiento 26 de Julio―. Creció en Jaruco, «una aldea maldecida por los dioses» ―según dice― en el occidente cubano. La casa de campo que habitaban perdía un pedazo de techo con cada ciclón. La joven vino a vivir a La Habana cuando el resto de su familia salió del país. Ese fue el costo que pagó para tener casa propia: la emigración.

Cuando decidió irse de Cuba, sus amigos más cercanos habían salido del país. Estaba rodeada de personas, pero no tenía a quién compartir sus pensamientos. Pasó de una depresión a otra. Vendió todo lo que tenía. Le denegaron el visado de estudios para España, pero aparecieron los viajes turísticos por Italia ―que duraron muy poco porque los cubanos no regresaban―. Así lo hizo: de Italia cruzó a España.

«Es muy jodido adquirir conciencia desde la distancia», dice sentada en una pequeña butaca. No ha querido cambiarse de ropa ni maquillarse para las cámaras, su mente está ocupada en otras cosas. «Aquello de lo que culpabilizaste a padres, maestros, las decisiones propias, todo lo malo que sucedió en tu vida tiene germen en un sistema totalmente disfuncional. Tu madre, tu padre, tu maestro eran víctimas», explica.

Cuando Massiel entendió las violencias que habían marcado su vida, afloró en ella una rabia inevitable. Pero su problema no era la rabia, sino cómo reconducirla, qué hacer con ella. «Entendí que toda la violencia que habían recibido mis amigos y mi familia podría no haber sido, solo con unos mínimos de preocupación, tan solo con pensar un país para la gente», sentencia.

Un país enfermo, sin medicinas

Pocas personas fuera de Cuba deben conocer tan bien como esta muchacha lo que pasa en la isla con los enfermos. Desde el tornado que devastó La Habana en la noche del 27 de enero de 2019 la atrapó la vorágine de ayudar a los cubanos y cubanas que no tienen ningún familiar fuera del país que los socorra en sus carencias.

Cuenta que un funcionario cubano en una entrevista la acusó de aprovechar la gestión de medicinas para hablar de disidencia. Ella le contestó que sí, porque si la gente no tiene medicamentos ese también es un problema del sistema. Otros la cuestionan por aliviar al Gobierno con las ayudas que gestiona, para eso también tiene una respuesta: «El dilema se rompe en el momento en que un país es su gente. Un país no es un trozo de tierra. Ellos con el trozo de tierra se pueden quedar. El día que no quede un cubano en Cuba ya no hay ningún país que defender ni por el que luchar».

Con el tornado se sumaron muchos cubanos con el pensamiento y el deseo de hacer por las personas que se quedaron sin casa. Hicieron un concierto y todo lo recaudado lo enviaron a Cuba. Así nació La Tribu, un grupo de gente ―la mayoría sin documentos de identificación en España― capaz de donar parte de lo poco que ganaba para mejorar la vida de los de Cuba.

Luego, un amigo le escribió por una colitis ulcerosa sin tratar. El medicamento costaba 500 euros, una suma impagable para ella en ese momento. Al mismo tiempo, dos amigas suyas se devanaban los sesos por ayudar a sus familiares. Eran tres mujeres que conocían un montón de personas enfermas y querían hacer algo. Fundaron lo que hoy se conoce como el corredor humanitario.

En su búsqueda, descubrieron los puntos SIGRE de las farmacias, un sitio donde las personas devuelven los medicamentos que no necesitan y que están a punto de caducar. Crearon tal vínculo con el personal de las farmacias que les avisaban cuando tenían una caja completa para entregar. Otros amigos fueron de una residencia de ancianos a otra, recogiendo tubos endotraqueales, jeringuillas, agujas, todo tipo de insumos… incluso máquinas de diálisis. 

Las medicinas e insumos médicos estaban destinados a enfermos de Alzheimer, Parkinson, asma, personas que llevaban más de un año sin medicación. Pero el Gobierno cubano se negaba a habilitar un canal para recibir las ayudas.

Días antes del 11 de julio de 2021, Massiel colapsó: «Empecé a dar gritos. Se nos habían muerto niños de los que teníamos conocimiento porque estaban en la lista de las peticiones». A algunos les había llegado tarde el medicamento, en otros casos estaba en camino al momento del deceso. Los familiares le notificaban el fallecimiento y preguntaban qué hacer con las medicinas para que alguien más pudiera utilizarlas. 

El 3 de julio de 2021 Massiel publicó en Facebook otro grito de desesperación titulado «Se nos muere la gente». Tecleadas en mayúsculas las palabras también alzaban la voz: «Asuman lo que hay, no solo se mueren, los dejan morir. Es igual que una guerra, aunque no veas el ejército ir contra ti. Esto tiene que parar». 

Tras las protestas del 11J, finalmente el Gobierno reaccionó, tarde como siempre. Permitió el corredor humanitario y quitó los aranceles a la comida, al aseo y a la medicina. Barcelona, Valencia, Roma, Miami, Londres… la ayuda para Cuba se movía por medio mundo. 

La telaraña de gestión y entrega a veces ha ocurrido desde el anonimato. Algunos afectados se comunican con Massiel porque necesitan la ayuda, pero prefieren no estar vinculados con ella públicamente. En esos casos, se toman las medidas para que el nombre no se conozca. «Esas personas no quieren que las relacionen conmigo porque tienen miedo y tienen derecho a tener miedo ―reconoce―. Además, sabemos que es un Estado dictatorial y que hay repercusiones por relacionarse con una serie de personas».

La «continuidad» de la escasez

A veces aparecen pequeños lotes de medicamentos que el Gobierno presenta como resultado de sus esfuerzos para aliviar la crisis. Un poquito de medicinas aquí, otro allá. No se sabe si provienen de una donación o de una reserva. Massiel cree que los lotes aparecen como resultado de la presión social. Exponer las carencias obliga al Gobierno, lo compromete. Al menos esta era la situación en 2022. 

«La gente se ha acostumbrado a vivir sin medicina, eso me parece grave», dice Massiel cuando faltan dos minutos para que se cumpla una hora desde que empezamos a grabar la conversación. Apenas le habré hecho dos preguntas, solo he escuchado con atención y experimentado un carrusel de emociones. Ella cuenta vívidamente, como si cada historia se hubiese impregnado en su memoria para siempre.

Massiel cree que las personas ya no piden medicinas porque entienden que pueden vivir con dolores, con hipertensión, con llagas y si mañana tienen un infarto se acabó la vida y punto. Se preparan algún mejunje, recurren a las plantas. No tienen mucho más que hacer. 

Conoce historias de personas que no tienen recursos ni fuerzas para seguir los tratamientos, como la de una mujer con cáncer que decidió abandonar el tratamiento de quimioterapia. No tenía los recursos mínimos requeridos para alimentarse durante un proceso de ese tipo: ni alimentos ni dinero. 

Otra mujer, una madre sola, tiene un niño que ha perdido capacidades motoras hospitalizado en la capital. Viaja de su provincia a La Habana varias veces al mes. El niño no habla ni come bien, pero, al menos, tiene tratamiento ―gracias a La Tribu― para él y para otros niños y niñas de la sala. A pacientes graves como este, niños con síndromes o enfermedades raras, tampoco se les puede sacar del país. Generalmente, son familias pobres que no cuentan con recursos ni contactos en el exterior que los ayuden.

Otro tipo de ayuda cada vez más demandada es el kit de operación. El médico en Cuba le da una lista al paciente con todo el material quirúrgico que su operación requiere. Si el enfermo no lo consigue, no se opera. Por tanto, al salón no pasa el más grave ni el más necesitado, sino el que haya completado los materiales. 

Massiel sabe esto porque entre las más de 70 personas que pasaron el pasado invierno por su casa estaban varios médicos que venían de recorrer las rutas migratorias desde Serbia o Rusia hasta España. 

Un país que emigra

Mientras la ruta de Nicaragua a Estados Unidos se desgastaba con los pasos de cientos de cubanos y cubanas, desde Serbia o Rusia más migrantes de la isla intentaban sobrevivir a la lluvia, el granizo y las temperaturas cercanas a cero grados. 

A casa de Massiel llegaron dos emigradas que habían ayudado con el corredor humanitario en Cuba. Había que buscarles ropas porque las travesías se recorren con lo básico. La Tribu fue convocada y acudieron tantos al llamado que luego había ropa para donar. «Descubrimos que las habíamos dejado vestidas estupendamente a las dos y había un montón de cosas. ¿Y ahora qué hacemos con todo esto?», se preguntaron.

Comenzaron a indagar y se sorprendieron de lo que encontraron. Los refugios estaban llenos de migrantes cubanos. Cada semana llegaban miles, incluso familias con niños que habían realizado recorridos de hasta dos años. Hacer una ruta en una semana o diez días es un privilegio que muchos no pueden costearse.

Desde Alemania avisaron a Massiel que una familia vagaba por las calles de Madrid, tras haber tardado 24 meses en completar su viaje. La Cruz Roja los había dejado abandonados un día de lluvia y caminaron de iglesia en iglesia sin mucha suerte. Llevaban un cartelito con la cara y el teléfono de Massiel. Los refugiados de los campamentos se compartían sus datos como amuleto y ella ni siquiera lo sabía.

La familia estuvo seis meses presa en Polonia. Los padres llevaban una niña de nueve años que los había acompañado todo el tiempo y una bebé de tres meses que nació en un refugio alemán. Valentina, otro caso conocido en redes sociales y apadrinada por La Tribu, es una niña diabética de tres años que hizo una travesía de 12 meses. Otras niñas, hermanas de siete y nueve años, llegaron a territorio español con mucha gripe, por la exposición al frío, a la humedad y la falta de abrigos adecuados.

Massiel entiende cuánto aturde la falta de orientación y más allá de la ropa, les prepara café. «Es importante que haya alguien que no se ría, que no te ridiculice, que entienda que a ti te da miedo todo, incluso sacar un refresco de una máquina, porque tú no sabes y te da vergüenza que te miren ―explica―. Estás vulnerable y te dan ganas de llorar todo el tiempo, porque estás fuera de tu zona y eres un extraño que no tiene derecho a trabajar, a nada. La ropa es lo de menos. Lo más importante es que haya alguien que entienda por lo que tú estás pasando». 

El país del futuro

Ha transcurrido una hora y veinticinco minutos. Cuando hablamos de futuro a Massiel le viene la desesperanza de quien ha visto cerca la muerte de Cuba, porque un país es su gente. Si no se salva la gente, no hay país. 

Ella sabe que no puede cambiar el país, pero sí la vida de una señora que vive en un pueblito cerca de Taguasco, a la que le han llegado medicamentos para tratar su enfermedad durante los próximos seis meses. Con eso se queda, con cambiar la vida de una persona.

Ha visto en circunstancias extremas aflorar lo peor, pero también lo mejor. Una solidaridad que ha sobrevivido a la escasez y a la enfermedad, que extiende la mano por el otro en el momento más duro. 

«Martí decía vayamos a la médula y no a la cáscara. Nos hemos forrado de una cáscara para sobrevivir que quizá sea violenta, terrible. Estamos cargados de miseria humana, pero hay una médula salvable dentro de Cuba», a esa apela. Ve replicada su historia en quienes han tomado distancia del archipiélago para poder reencontrarse y reconstruir una cubanía maltrecha por la violencia y las crisis.

La dictadura es para Massiel un edificio en estática milagrosa. Un monstruo gigantesco al que le podrán poner mucha cal por fuera, pero el soporte sigue en proceso de quiebre. Queda aún tiempo para sufrir, gritar, soltar la rabia y abrazar, invitar al otro a su mundo, entender el origen de las violencias.

Unos quieren que pase un ciclón y arrase con la dictadura de golpe. Otros prefieren trabajar como ratoncitos en corroer las estructuras. Massiel aboga por las dos opciones, siempre que uno no niegue el trabajo del otro, siempre que se salve la gente.

Historias al oído trae los mejores textos de elTOQUE narrados en la voz del locutor cubano Luis Miguel Cruz "El Lucho". Dirigido especialmente a nuestra comunidad de usuarios con discapacidad visual y a todas las personas que disfrutan de la narración.

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Henry

Conocí a Laurita cuando trabajamos juntos en la Habana, y a Massiel cuando yo era estudiante de FAMCA, siento un gran respeto y admiración por las dos. El trabajo que hacen estas dos mujeres me llena de esperanza.
Henry

M

Se me hizo un nudo en la garganta al leer todo lo q han echo para ayudar, ese último párrafo muestra a Massiel como una gran persona.
M

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