La turba enrabietada crece. Gritos. Consignas. Alguien se niega al oprobio del odio. Rompe el silencio. Dice qué piensa. Y despierta… a golpes.
Lo más difícil de despertar del adoctrinamiento no es el hecho en sí, son las formas en las que se vence al dogma. Toda transformación individual es fruto de un sentir prolongado y acumulativo, no de un hecho puntual. Forma parte de un proceso de desgaste emocional que convierte algún suceso, en muchos casos sin aparente importancia, en el catalizador de la inevitable ruptura.
Hay a quien la crisis económica lo ha llevado al límite de su capacidad de resiliencia, al que el sonido incontrolado del estómago vacío lo doblega y, en un ejercicio de auto preservación, rompe con discursos, promesas y sesgos ideológicos.
Algunos parten y, en otras tierras, las libertades, la opulencia y la influencia del imaginario colectivo inciden en su despertar de la eterna romantización de la miseria.
Y otros, los menos, son transformados por una serie de eventos puntuales que van deformando la idealización de los paradigmas. Ante sus ojos, toda obra antes casi divina se vuelve terrenal; una suerte de ateísmo político. Entonces, resultan más evidentes las fallas, las incongruencias, el histrionismo propio del discurso populista.
Comienza un proceso de insubordinación sigilosa en el que, aún atado al miedo, se huye de las reuniones cederistas, no se acude al trabajo voluntario que se convoca en el centro laboral, se cambia de canal en medio de la alocución de los dirigentes; hasta que un día, en el ámbito más íntimo, rodeado de amigos o familiares cercanos, se acepta a media voz haber vivido engañado durante años. Una revolución individual. El primer paso de un ejercicio de desobediencia cívica ante el poder. La fractura del miliciano impuesto que se ha llevado dentro. Y al fin se es libre.
No se pasa instantáneamente de aferrarse a creer en la transformación de un sistema en ruinas, desde la crítica aguda en las instituciones, a ver en ellas a un cadáver putrefacto lleno de mierda y bestias carroñeras; a que el mínimo acercamiento físico o imaginario se convirtiera en un hecho repugnante. Vomitivo.
Así han sido mis últimos seis años. De estudiante crítico en la universidad a «mercenario». De abrazos en la Facultad de Comunicación a difamación en televisión nacional. De Cuba al exilio.
***
Hasta hoy, quienes hace un año me tildaron de mercenario en los medios oficiales no sabían que estuvieron presentes el día en que se produjo mi fractura con el discurso del Gobierno y la absurda idea de que se podía transformar la propaganda en periodismo.
Fue a comienzos de 2019. En esas fechas, varios profesionales de medios independientes habían sido citados por la Seguridad del Estado mientras el gremio, como de costumbre, mantenía el silencio cómplice. En televisión nacional, Humberto López, el abogado devenido propagandista, violaba, durante varias noches, el principio legal de la presunción de inocencia de ciudadanos cubanos al exhibir sus rostros debido a la supuesta vinculación a actividades ilícitas como la reventa y la receptación. Era un show espantoso fruto del espanto generalizado de un sistema al que, a pesar de sus incongruencias y mis discrepancias con el discurso de sus dirigentes, aún romantizaba.
Comunes resultaban los encuentros entre periodistas reconocidos del oficialismo y los que estudiábamos la carrera en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. En ellos se abordaban superficialmente los problemas institucionales de la prensa, las propuestas «transformadoras» del gremio en los congresos de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) y el supuesto interés de sus directivos en la mejora del contenido de los medios.
En una de esas reuniones escuché durante más de una hora a periodistas que reiteraban lo que, a su entender, resultaba apremiante cambiar en la prensa cubana. Todo ello pese al evidente distanciamiento entre su ejercicio profesional y a lo que, en teoría, aspiraban. La misma muela de siempre. Monótona. Vacía.
Un monólogo replicado en el que se vendía nuestra inserción en el sistema de medios estatales y la aplicación de las investigaciones académicas como acciones determinantes para superar los problemas estructurales de la prensa, a sabiendas de que las principales limitantes parten del absoluto control partidista y la función orgánica de los medios como canales propagandísticos.
Cuando permitieron las preguntas, cuestioné la ambigüedad de los medios respecto a los linchamientos públicos a la ciudadanía y el silencio cómplice ante los escándalos de corrupción, el desvío de recursos o el nepotismo en las altas esferas del poder. Cuestioné la evidente fractura entre una clase política que se autodenomina parte del pueblo pese a vivir de espaldas a sus problemáticas cotidianas.
La respuesta de una de las periodistas resultó tan desconcertante como infame: no se debería exponer públicamente a un militante del Partido por equivocarse porque, «sobre todo, hay que salvar al hombre». Lo más impactante, esa espantosa sensación de superioridad moral del militante hasta para lo inmoral. Aquellas palabras fueron un choque con la realidad. El catalizador que desencadenó el quiebre definitivo.
Meses después, en La Joven Cuba, comencé el ejercicio del periodismo independiente. En plena cobertura del acuartelamiento del Movimiento San Isidro, en el Parque Central, observé la violencia física ante el disenso político. Luego vinieron las protestas del 27 de noviembre de 2020 y del 11 de julio de 2021. Más de un amigo fue interrogado por la Seguridad del Estado. Pero fue en aquel debate con el gremio oficialista, en la Facultad de Comunicación, que acabó mi ingenuidad en relación al discurso del reformismo institucional y su permanente blanqueamiento del poder.
Ellos me habían ayudado a despertar. Y no se percataron. Nunca. Hasta hoy.
Propaganda o muerte
Casi todos los periodistas cubanos hemos sufrido alguna crisis existencial en la etapa formativa. Los bajos salarios, el limitado acceso a la información, la burocracia y la censura nos llevan, incluso, a cuestionarnos la continuidad de los estudios. La UPEC lo sabe. Congreso tras congreso se discute, desde la superficialidad, sobre lo mismo. Pero el problema sigue vigente. Se agrava. Mientras tanto, el discurso triunfalista se vuelve más cansino y repetitivo para el estudiantado.
Cuando tomé la decisión de vincularme a un medio independiente, acepté trabajar gratis durante meses. Sin la mínima intención de romantizar esa etapa, pudiera decir que, en verdad, el dinero nunca fue el aliciente principal. Se imponía el simbolismo del acto de insubordinación que representa desligarse del marco institucional.
Pocas cosas resultan tan frustrantes en el ejercicio de esta profesión como publicar sin firma para evitar las posibles consecuencias. Más que un asunto de egos, es la decepción ante la criminalización de la verdad. Así me vi obligado a trabajar durante meses. Al volverse insostenible el uso de pseudónimos, los textos sin autor, entendí el trabajo como un intento de enfrentar el miedo que despierta de forma inevitable la probable expulsión de la universidad por motivos ideológicos, la primera citación de la Seguridad, las repercusiones tras el encontronazo con algún burócrata en puestos decisorios.
En enero de 2022, me reuní con el director de Tele Rebelde. Debía cumplir el servicio social en ese medio. Me expuso los requisitos que, en lo político, debía cumplir para poder vincularme al canal. Tomé la decisión de no ejercer en medios estatales. Hoy tengo la certeza de que fue acertada. En Cuba, el periodismo deportivo no escapa de la función propagandística.
El Toque
Un cordón policial y de oficiales de la Policía política rodea la entrada al Cuerpo de Guardia del Hospital «Calixto García». Decenas de uniformados. Pocas horas antes se había producido la explosión en el hotel Saratoga. Desde la Loma de Aróstegui, donde se sitúa el estadio universitario Juan Abrantes, en el fondo de la Universidad de La Habana, se observa a lo lejos la zona del siniestro. Es viernes, 6 de mayo de 2022. Y esta, mi primera cobertura para elTOQUE.
El trabajo bajo presión de un periodista independiente resulta estimulante. Esquivar las preguntas inquisidoras de un represor sobre el medio en el que se trabaja. Escabullirse entre la muchedumbre al sentirse expuesto. Superar las limitaciones de acceso a la información. Solo por las sensaciones merece la pena.
elTOQUE se convirtió en un espacio de superación profesional que, en poco tiempo, logró dotarme de herramientas que, por desgracia, no adquirí en la etapa de pregrado y que en el ecosistema mediático actual resultan imprescindibles para el ejercicio del periodismo. Jerarquización de datos. Programación. Generación de contenido multimedia.
Tan solo unos meses valieron más que cuatro años de pregrado para mi formación profesional. Ineficiencias en la formación académica que, por desgracia, no representan el principal problema de la UPEC; sí el periodismo independiente que se ha convertido en enemigo confeso y nosotros, un grupo de recién graduados, seríamos los peones utilizados para su ataque.
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Yo nunca quise irme. Prefería no irme. Entendí que debía irme. Me empujaron a irme. Y me fui.
Isla cárcel
En los últimos meses de la carrera asumí que la primera vez que superara el encuentro con oficiales de Inmigración en el Aeropuerto Internacional «José Martí» sería una salida sin retorno.
Cuando supe de la posibilidad de viajar a Argentina para participar en el Media Party, decidí que era la oportunidad de emigrar. Se trataba de la conferencia de innovación en medios más importante de América Latina, a la que había sido invitado tras cursar un taller en manejo de datos y recursos multimedia organizado por el International Center for Journalists (ICFJ). Poco me importaba la profunda crisis económica del país suramericano. Salir de Cuba era la prioridad. Estaba al límite. Cada día en la isla se volvía lacerante para mi salud mental.
El 25 de agosto de 2022, pocos minutos antes de abordar el vuelo, los miembros de elTOQUE que participaríamos en el evento fuimos notificados por oficiales de Inmigración que teníamos prohibida la salida del territorio nacional. Estábamos regulados por mandato de la Seguridad del Estado. Es su modus operandi. Es la evidencia del fracaso de un sistema que ve un método de amedrentamiento en la privación del derecho a viajar del ciudadano. La isla cárcel que permite mantener su juego macabro.
Desde entonces, tuve la sensación de que cualquier día, en el momento menos esperado, recibiría la primera llamada.
***
Faltaban pocos minutos para las 11:00 a. m. y, frente a mí, dos mujeres cuchicheaban sobre la precaria situación de la economía nacional. Antes, una señora gorda y despistada había logrado, a empujones, acceder por el estrecho pasillo de la guagua Girón para colocarse a mi lado. Ruido. Asientos estrechos. Su cuerpo robusto y sudoroso. El olor rancio que me impregnaba ante cada movimiento brusco provocado por la curvatura de la carretera volvía aún más fastidioso el trayecto.
Poco antes de llegar a Puentes Grandes, zona limítrofe de Marianao y Cerro, recibí una llamada telefónica. Número desconocido. Tan solo unas pocas horas después del frustrado viaje. No necesitaba escucharlo para saber de quién se trataba. Tenía la certeza. ¿Quién más podía ser?
–¡Buen día, José Leandro! Le habla el primer teniente Manuel, oficial de la Seguridad del Estado.
–Así que eres el famoso Manuel. ¡Dime! ¿Qué pasó? ¿Qué quieres?
–A estas alturas debes de saberlo. Necesitamos vernos cuanto antes. Tenemos que hablar.
Poli bueno, poli malo
Paredes azules. Una frase de Martí me recibe en la entrada del estrecho cuarto de interrogatorios de Zapata y C. La habitual mesa de oficina frente a la silla del interrogado. Detrás de ella, «Rafael», un tipo calvo de cara malhumorada con el que, por unos segundos, pierdo el contacto visual pues, en el fondo, un gran cuadro de Fidel llama mi atención. «Sentido del momento histórico». Causa-efecto. Paradójico en sí. Culpable.
A un costado, «Manuel» se acomoda en el sillón mediano desde el que escuchará, apenas sin intervenir, durante la siguiente hora.
Lo más absurdo en las conversaciones con los represores de la Seguridad del Estado es el burdo intento de revictimizar. La subestimación de tu capacidad analítica. Manipulación aprendida del manual. Letra a letra. Gradual. Por fases.
Primero sus alabanzas a la Revolución a la par de la crítica al enemigo histórico, el culpable de todos los pesares. Panfletario. Patriotismo de pacotilla. Cuba, el país idílico; tú, otro confundido. Todavía salvable. ¡Eres joven! ¡Reflexiona! ¡Entiende que esto no es un juego! ¡Piensa en la familia!
En caso de no convencer, es momento de la interpretación de las leyes: Código Penal, Constitución de la República, Ley del Proceso Penal. Verdades a medias. El intento de persuadir con lo que, en caso de seguir el pulso, podría pasar.
Luego, si aún no has suplicado clemencia, tocan las amenazas. ¡Haremos esto –y esto es cárcel–! ¡Atente a las consecuencias! ¡Ya nos veremos! ¡Mercenario!
Escuchar a «Rafael» resulta en extremo extenuante. Es aburrido. Y poco inteligente. Y repetitivo en su monólogo con el que intenta convencer de que la posición de rebeldía que adoptes, además de ser absurda, puede acarrear consecuencias legales. Mercenarismo. Ocho años de prisión. O más.
Desde el inicio le hice entender que bajo ningún concepto colaboraría con la Seguridad del Estado. Quizá por eso nunca recibí la propuesta. La conversación siempre estuvo sujeta a tres condiciones innegociables: la renuncia al periodismo independiente; el decomiso de los medios de trabajo; la entrevista grabada, en casa de protocolo, en la que se preguntaría sobre el medio, su política editorial y su financiamiento. En caso de negarme, mantendrían la regulación y los interrogatorios. Según sus palabras, solo de mí dependía la intensidad y la sistematicidad de nuestros encuentros.
Permanecí durante más de una hora rebatiendo con sarcasmo las amenazas de un imbécil. Lo último que recuerdo fue su cara enrojecida mientras, a gritos, me expulsaba del lugar.
«¡Quieres que sea por las malas! Así será. Vete ya. ¡Vete!».
Después de ese día no volví a verlo.
Manuel mantuvo silencio la mayor parte del tiempo. Intervenía apenas cuando resultaba evidente la impotencia del interrogador. Somos contemporáneos. Es jurista, graduado en la Universidad de La Habana. El más listo de sus compañeros. No demasiado instruido. Sí ambicioso. Calculador. Y tan cínico que constantemente intenta transmitir su interpretación manipulada del derecho. Tanto que hasta pareciera creer en sus palabras. Un personaje en construcción que aspira a escalar en rango. El menos predecible. El más peligroso.
Decidí no acceder a las demandas impuestas en el interrogatorio. Después de contar a mi familia lo ocurrido, fui en busca de asesoría legal. Tres abogados coincidieron en la ilegitimidad de las acciones. Violaciones flagrantes a lo estipulado en la Ley del Proceso Penal y en la Constitución. Solo que, para un régimen totalitario como el cubano, el derecho es letra muerta.
El más efectivo de los métodos de la Seguridad del Estado es la presión a la familia. La vulnerabilidad colectiva como técnica de condicionamiento y control al individuo. Todo sacrificio acarrea una gran carga emocional para los otros. Tras la llamada de un amigo, jurista de formación, acepté lo desgastante que supondría enfrentar en los tribunales a un órgano represivo que responde a quienes instrumentalizan las leyes en Cuba. Es su tribunal. Son sus jueces.
En el segundo encuentro, irónicamente fui retado por Manuel a acudir a los tribunales a sabiendas de la predictibilidad del veredicto. Infamia del poder. En momentos de indefensión, todo pensamiento viene a la par de interrogantes. ¿Hasta qué punto resistirá las presiones tu abogado? ¿Vale la pena exponer a la familia? ¿Quién hará por ti al verte tras las rejas? ¿Cuál es el precio de la libertad?
Respeto a quienes se inmolan. A Maykel, a Luis Manuel, a otros tantos. Pero en prisión no está mi guerra. Entre tantas dudas, una única certeza: no traicionaría a nadie para salvarme. Y así fue. Me resigné al exilio y cargaré con esa decisión toda la vida.
***
En mi mente, de Cuba me largué mucho antes de montar por primera vez un avión rumbo a España para darle continuidad a mis estudios. Ese día de enero de 2023 apenas terminé la mudanza. Fue la vuelta de un viaje exprés organizado solo para recoger lo poco que de mí quedaba en la isla. Un cierre de ciclo. El punto final de un proceso de desgaste emocional que me había sumido en la apatía e inapetencia. Poco o nada de mí. Otro ser era. Roto.
Ni siquiera estaba cuando, el 28 de octubre de 2022, en televisión nacional se me acusó de mercenario. Para esa fecha estaba lejos. Quizá por eso resultó menos traumática la infame puesta en escena protagonizada por la UPEC que, en otro contexto, hubiese sido demoledora para mi salud mental.
Aún hoy no logro experimentar un odio visceral hacia ellos. Lo he intentado muchas veces, pero ha podido más la vergüenza iracunda al verlos, una y otra vez, denigrar la profesión. Generaciones que pagarán por su irresponsabilidad histórica. La mentira y la cobardía. Su cinismo.
En mi mente huí del país mucho antes de entender que el país no me quería. Once meses que parecen años. Siento que he perdido mis últimos cumpleaños. No he podido abrazar a mi madre en mayo. Con el viejo me comunico por videollamadas apenas los fines de semana. Intento hablar con ellos, aunque su Internet se vuelva molesto y desgastante e invite a creer que aún no me he ido del todo.
Aún hoy no logro asumir, como muchos conocidos, que Cuba dejó de ser mi sitio. Ya está. No me merece. Ha sido más fuerte el nacionalismo. La terquedad del oficio que aún mantengo intacta, aunque cueste como nunca antes escribir incluso una línea sobre mi país.
Desde entonces, intento creer que todos los días me ha levantado el mismo ruido. He pasado el mismo calor. Montado en las mismas guaguas. Que como siempre lo mismo. Sigo alterándome por los apagones. No he perdido el mal hábito de maldecir si escucho alguna mentira en televisión. Y sigo gritando. Mucho. Lo hago tan fuerte como antes, sin pensar en los vecinos. Luego callo y, para maquillar mi cólera, intento enfocar los pensamientos en esas pocas cosas que me hacían feliz. Así edulcoro cada catarsis. Los ataques de nostalgia. Las recurrentes crisis existenciales se vuelven algo más pasajeras.
Siento especial irritación cuando, inocentemente, algún amigo me felicita por haber salido de Cuba. Cuando bromea con la capacidad de adaptación a un nuevo país y no se percata de las sonrisas disimuladas en las fotos. He llorado por la soledad. Otras veces, me he sentido solo pese a estar rodeado de gente atenta, que intenta apoyar, pero que no entiende. Decido sufrir callado este dolor punzante que provoca la migración. Ni el sentir de la más estremecedora narrativa o una melancólica canción logra hacerle justicia al desarraigo. Nada se asemeja a ello.
No quiero estar aquí. No puedo estar en Cuba. Soy solo uno de tantos cubanos en estado de exilio. Vivo sin patria ni amo.
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Traducción al español: Cuba ha llegado a un callejón sin salida. El socialismo y el comunismo son una utopía. Una hermosa utopía. Una utopía donde los pobres empiezan a vivir aún más pobres y los trabajadores del partido y los periodistas de propaganda viven lo mejor. El sistema/(Régimen político) está construido para sobrevivir a toda costa. Y el régimen que se hizo con el poder está dispuesto a sobrevivir a toda costa, a costa de sacar al extranjero, en la emigración, a todos los descontentos con el sistema (régimen) e incluso a todos los mejores intelectuales, a todo el color de la sociedad. CUALQUIER Dictadura no necesita gente feliz y satisfecha para su supervivencia. Cualquier Dictadura necesita pobres esclavos sumisos para su supervivencia. Y vive a costa de ellos, chupando como un vampiro de los esclavos y del país que gobiernan, todos los jugos y todas las fuerzas. Lo que le ocurre a Cuba es degradación y decadencia. Y la URSS tiene parte de culpa. Cada persona tiene una sola vida (¡una!) y es muy valiosa, pero al gobierno no le interesa la vida humana y que los esclavos no quieran ser esclavos, sino que quieran vivir una sola vida DEBER y HONESTADAMENTE en la riqueza que puedan proporcionarse.
J L
Eva
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