Suspendidos a seis metros sobre el asfalto, varios pares de zapatos atacados por la intemperie corrosiva, se mecen atados por sus cordones. Es una de esas arterias interminables de Centro Habana, asediadas por escombros y preferidas por los niños, para el “vale todo” del futbol callejero.
“Allí había cantidad”, dice Luis Yaniel, señalando hacia el cable telefónico, extendido como puente de un edificio al otro. “Pero un “chivatón” del barrio se quejó y los quitaron. Casi no queda ninguno”, afirma el adolescente, ligeramente molesto, ante lo que considera una afrenta imperdonable de un vecino.
Sentado en la entrada de una casa colonial, Luis Yaniel conversa con Carlos, par de años mayor, quien permanece cerca de su bicicleta. A su lado, sin camisa, descansa otro niño, a quien llaman por el apodo de “El Tabaco”.
Ellos desconocen las teorías alrededor del Shoe tossing (botas colgantes), que ha mudado su nombre al de Shoefiti, un juego de palabras entre shoe (zapato) y grafitti. Lo han observado en los largometrajes por la televisión y lo llevan a sus barrios, como una práctica ya habitual, un mímesis de un fenómeno global.
“Por ahí hay más. Te puedo decir que cada uno de nosotros ha tirado como cinco o más pares”, explica el chico recostado a su vehículo, una afirmación que se podrá constatar con un simple recorrido. En las cuadras cercanas existen algunas otras de estas improvisadas tendederas, que cuentan, silenciosamente, el origen impensado y variopinto del calzado deportivo en Cuba.
“Eso es solo mala crianza, una falta de respeto”, dirá más tarde la señora que conversa cerca, en la puerta de su hogar, casi debajo del cable. “Mira, la gente de Salud o de Comunales, creo, vinieron y los cortaron, porque dentro de ellos el acumula agua y se crían mosquitos”, asegura, visiblemente irritada, la anciana.
Experta en las “malcriadeces” de los chiquillos de la zona, ella también ignora, como los muchachos, los significados posibles de esta práctica.
El Shoefiti nació en los barrios marginales de los Estados Unidos, y se extendió a Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda, Argentina, México, Ecuador, Italia y Alemania, entre otros países. En Internet se pueden rastrear, incluso, páginas dedicadas a acumular fotos y videos sobre su existencia.
Para algunos se asocia al tráfico de sustancias prohibidas e incluso, al “romántico” motivo de recordar la muerte de un pandillero y para otros es arte-grafiti aéreo, una forma de adornar las ciudades. Como un lenguaje en construcción, en cada sitio ha mutado su sentido.
En Cuba el fenómeno se puede ver desde hace unos años. Aquí en Centro Habana, apenas dos cuadras más allá, llegando a la concurrida calle Galeano, Zaidel recuerda, con cierta nostalgia, los tiempos en que los “chiquillos” del barrio solían dedicarse a esta “arte” urbano, por pura diversión.
“Quienes hacían eso ya crecieron o se mudaron del barrio y hace tiempo que no veo quien los tira. A los extranjeros les llama la atención y les hacen muchas fotografías”, dice, mientras muestra otra tendedera. “La gente de Etecsa viene y los corta porque dañan los cables del teléfono, pero a los días se vuelve a llenar. ¿Qué si tiene que ver con drogas? No, eso aquí no se ve”, reafirma la vecina.
“No tiene nada que ver con las drogas ni nada de eso”, dice “Tabaco”, que permaneció callado mientras sus amigos explicaban. “Cuando los zapatos de jugar fútbol se rompen y ya no sirven más, la gente que juega cerca de aquí, los tira donde quiera”, afirma el niño, que desvía la mirada. Desde su posición de sentado mira hacia el cable cercano, buscando, entre el bulto colgante, los zapatos que, me comenta Luis Yaniel, habían lanzado ayer.
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