Esperando a Matthew

Esperando a Matthew

2 / octubre / 2016

Los más pesado de evacuar son los libros. Debe haber más de una tonelada de pulpa seca fijada contra las paredes de mi cuarto. Cuando Sandy pude deshacerme de ellos de una vez, pero no llovió.

Ha sido absurdo acumular tal cantidad. Más de la mitad no la leeré nunca. Luego habrá que clasificarlos por cuento, novela, poesía, ensayo. Estoy por venderlos, pero casi la mitad está partida, sin portada, comida de polillas o deformada por la humedad. Quiero deshacerme de ellos… pero no puedo dejarlos sin más bajo un huracán.

Haciendo espacio en el closet para meter más libros descubro bolsas con cientos de tarecos que mi hija ha ido acumulando. Desodorantes, pomos de champú, cuquitas, dibujos, piezas de legos, una pierna de muñeca, una cabeza de elefante, cordones. El premio gordo es un saco con más de treinta zapatos. Todos aptos para el uso, pero remendados hasta la garganta de la garganta.

Los reconozco y ellos me reconocen por supuesto. Soy quien los ha devuelto a la vida útil. Hay años de zapatos ahí, algunos de cuando vivía en Holguín. Son inmortales. O sea cuando los coso se vuelven inmortales. Perderán un pedazo, una o varias costuras, se rajarán, pero no perderán  lo que necesita perder un zapato para morir definitivamente: la suela. Los curo, pero en una nueva enfermedad que consiste en no morirse del todo. Por eso es recomendable morirse.

¿Me compro o no el power bank? Llevo dos semanas dándole vueltas al asunto. Llamo a un amigo buscando consejo, y me dice que está muy caro. Le explico que debo tener cobertura de baterías en mi móvil porque soy periodista. Y él me dice que igual está caro. Voy a la tienda, señalo el accesorio. Le pregunto al dependiente si tiene garantía. Y me dice que no. ¿Sale bueno? Me dice que nadie lo ha devuelto.

Ya que podré recargar mi e-reader, me pregunto si podré leer antes, durante y después del huracán. Nuestro techo voló completamente la vez anterior con Sandy. Las tejas fueron a dar a 50 metros, y a uno de profundidad bajo lomas de gajos de árboles y lodo. Por momentos me pregunto –sabiendo la respuesta- que si cuando llegue el juicio, que llegará, como la muerte, como este huracán, podré decir: “¡eh, tengan en cuenta que mi techo siempre fue de zinc, fui un siniestrado; toda mi puta vida lo he sido!”.

Los vendedores de piezas de la calle Santo Tomás están de fiesta. Los tornillos que estaban a dos suben a tres, los de tres a cuatro. Una rebaja consiste en el doble al que llevarían sin la amenaza de un huracán. Una arandela cuesta 1 peso, pero ellos te la dejan a 50 centavos. Según mi mamá las arandelas debieron venir con el tornillo que compré, y tiene toda la razón.

Mientras cortaba las platinas a segueta mi papá se estrena con algo que nunca ha dicho: “cómo hemos comido mierda”. “Ujum”, respondo sin hacerle mayor caso. ¿Si ayer terminé molido, cómo terminó mi papá con 82 años, que soldó todas las piezas, se encaramó al techo, y me ayudó a atornillarlas hasta entrada la noche?

Esta vez soldamos mal las platinas y tuvimos que empezar de cero. Pedimos permiso en un centro laboral y no pudimos concluir antes de que se fueran los trabajadores. Le dije a mi papá que en ese caso debíamos intervenirlo, intervenir esa máquina de soldar, y más o menos eso fue lo que hicimos.

Si  no hay imprevistos, hoy en la mañana terminaremos de asegurar toda la cubierta, pero aun no sabemos si resistirá. Por el momento descubrimos algo clave: el aire entrará entre las tejas y el final de la pared. Hay ahí una ranura de unos veinte centímetros que circula toda la casa por donde comenzará a entrar el aire a golpes de rachas. ¿Has visto como Rigondeaux trabajaba al contrario hasta hacerlo caer? Así también se hace volar a un techo si el aire tiene por dónde entrar.

Quien visita mi casa quizá le despierte cierta aprensión el patio de gitanos que tenemos. Está lleno de hierros, piezas inservibles, latones. Mi papá y yo vivimos recogiéndolas por ahí por pura compulsión de remendones y gracias a eso hemos podido resolver hasta hoy. Es nuestro techo, he colocado cada tornillo, he domado a golpes de mandarria cada latón, hay un orgullo inútil en todo ello. Es rojo, y es parte de mí. Es como un viejo perro pulgoso al que acaricio. Está hecho a remiendos como esos zapatos y libros que llevo años resguardando y que quizá –para suerte nuestra- la inundación y este huracán se llevará para siempre.

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