Margarita está parada de puntillas intentando escuchar al comandante Fidel Castro. Son más o menos las diez y media de la mañana de un día brillante en el verano de 1963. Fidel Castro sobresale por entre la multitud, grande y pesado como un nubarrón verde olivo, pero ni así Margarita logra escucharlo pues el tumulto crece apresuradamente en el pequeño parque de El Cano, un pueblecito orillero a 20 kilómetros de la capital cubana.
—La Revolución no ha querido ser extremista —dice el comandante, levantando el dedo índice de la mano derecha—, pero la Revolución tiene el derecho de defenderse y vamos a ejercer ese derecho cuantas veces sea preciso.
La multitud inicia un aplauso tímido, que luego se convierte en aguacero atronador. Despacito, abriéndose paso con los codos, una mujer pasa por el lado de Margarita. En las manos trae un objeto brillante, difícil de precisar porque la mujer, que se llama Graciela Ayes, lo aprieta duro contra el pecho. Margarita la mira avanzar y se pregunta con sobresalto: ¿Qué irá a hacer Graciela?
Fidel está parado en la esquina noroeste del parque. La iglesia queda detrás suyo, por el lado derecho. Graciela se le acerca de frente y el comandante la observa mientras lo hace. Mira fijamente el objeto que la mujer lleva apretado contra el pecho. Uno de los escoltas intenta detenerla, pero Fidel hace un gesto y el hombre se integra de nuevo al tumulto que rodea al comandante de 37 años.
—Mire esta divisa que he ido guardando —Graciela Ayes le extiende a Fidel un pomo repleto de quilos prietos.
—¿Cómo? —el comandante se acaricia la barba, divertido.
—Es una divisa que he ido ahorrando, aquí no está bien esto.
—Pero yo he oído a mucha gente decir que la cosa aquí está bien. En un año la junta local recaudó 150 mil pesos y se han resuelto muchos problemas.
Graciela se acerca más a Fidel.
—Sí, sí, pero todavía se malgasta, todavía se malgasta aquí —susurra antes de que el escolta ponga su brazo entre ella y el comandante.
—¡Entonces hay que hacer más! —Fidel recorre la multitud con la vista fija—. Hay que construir escuelas en El Cano, hay que construir un círculo infantil, un cine, una zapatería.
—Sí, sí —responde la gente como una sola voz.
—¿Qué les parece una panadería, un círculo social?
—Sí, sí.
—¿Un terreno de pelota, una tintorería, un parque de diversiones para los niños?
—Sí, sí. Sííí.
—Pues, tiempo al tiempo, todo eso le dará la Revolución al Cano —Fidel arroja una sonrisa a la muchedumbre embravecida y se marcha con lentitud hacia la caravana de yipis que debe escoltarlo durante su regreso a La Habana.
***
Esta es la historia del miedo. Comenzó en mayo de 1962, probablemente debido a que dos milicianos, mientras hacían posta en la finca El Mamey, tuvieron una ocurrencia poco afortunada.
—Uff, no tengo deseos de seguir haciendo guardia —uno de ellos apoyó la culata del fusil sobre el piso.
—¿Y qué vas a hacer? —su compañero de posta hizo una mueca.
—Darme un tiro —repuso el otro—, y cuando vengan los jefes tú les dices que nos disparó una máquina que pasó para El Cano.
Acto seguido y, antes de que su compañero pudiera evitarlo, volteó el arma, se dio un tiro en el pie y luego ametralló el aire.
—¿Qué pasó aquí, qué pasó? —se presentó a los minutos el oficial de guardia, sudoroso y casi sin aliento.
—Que una máquina pasó y nos tiró —dijo el miliciano mientras examinaba la herida de su compañero de posta.
—¿Para dónde cogieron?
—Se fueron por allá —el herido señaló con un dedo manchado de sangre—, para El Cano.
Hacía días que una vecina de El Cano, una tal María, estaba importunando los teléfonos de la policía y las fuerzas armadas para decir que cerca de su casa se juntaban personas a conspirar contra la Revolución. Las sucesivas inspecciones al lugar, un mangal situado en las afueras del poblado, habían arrojado que se trataba de un grupo de muchachos que se reunían para jugar cartas y dados. Juegos prohibidos, pero no peligrosos.
Sin embargo, a la luz de los últimos acontecimientos, “pudiera ser que la tal María tenga razón”, pensó el oficial mientras corría hacia la caseta que cobijaba la jefatura de la tropa. Una vez allí se dirigió al telefonista de guardia y le ordenó:
—Ponme con el Estado Mayor.
***
Los hombres que están sentados en el parque desde temprano, Minino entre ellos, observan con asombro la caravana de yipis que llega al pueblo esa mañana de 1963. De uno de los autos se baja Fidel, despeinado y ojeroso. Con un par de zancadas sube al parque y sacude la mano de todos.
—Buenos días —dice el comandante, tiene la voz enronquecida.
—Buenas —responden algunos con timidez.
—¿Qué pasa aquí, no van a trabajar hoy?
En ese momento Fidel llega a la altura de Minino, sonríe afectuosamente, y lo saluda. Un apretón sólido, pero sin demasiada presión. La mano del comandante, eso le causa una impresión fuerte a Minino, es grande y suave.
—Sí, Comandante —le dicen—, estamos esperando que sea la hora.
—Ah, es muy temprano —Fidel mira su reloj—, pero ya están reunidos en la junta económica.
—Sí —le explican—, se reúnen antes de comenzar el trabajo.
—Está bien —dice el Comandante. De unas cuantas zancadas llega al local que ocupa la junta y que antes era utilizado como vivienda por el párroco de la iglesia.
Los pasos de Fidel resuenan como bombas en el pasillo pulido. Adel Valcarce, Severino y José Ramón lo miran con los ojos encendidos. Es quizás uno de ellos quien propone cerrar puertas y ventanas. Los asuntos que deben tratar son de suma importancia. De ahí el interés por mantenerlos a salvo de los ojos y, particularmente, de los oídos curiosos.
Cuando ya todo el mundo tiene la vista fija en el local de la junta, Minino echa a andar hacia su casa. No saluda a nadie por el camino, no se detiene en ningún lugar. En fin, no se le quita el sobresalto hasta que entra a su hogar y le echa llave a la puerta.
***
La tarde del 28 de mayo de 1962, Minino pensó: “Hoy es mi día de suerte”. Tenía apenas 20 años, pero era un muchacho alto para su edad. Alto, delgado y carilargo. Se puso una camisa de mangas cortas y el invariable pantalón con pinzas. Después salió caminando hacia las afueras del pueblo, donde había quedado con sus amigos para echar una “partidita”.
Jugaban siló con tres dados y también a las cartas. A veces apostaban algún dinero. Cuando Minino se aproximó al lugar, ya estaba reunido un corrillo grande de jugadores. Eran unos once. Él reconoció allí a los habituales: Bibijagua, Yuyito, Pichile, Canilla. Y estaba Miguel Ángel Escalante intentando meterse en un bolsillo toda la suerte de los dados.
—¡Alto, párense ahí! —una voz retumbó en ya entrada la noche.
Ni siquiera les dio tiempo recoger el dinero en el suelo, tampoco los dados.
—¡Corre, coño, corre! —se gritaban unos a otros.
Comenzaron a retumbar los tiros como platos de vidrio lanzados contra una pared.
—¡Alto, alto!
—¡Corre, corre!
A unos gritos respondían los otros. En vez de ir hacia la seguridad de su casa, como muchos, Minino agarró por un fanguero, se arrastró por debajo de las cercas y pronto perdió los gritos. También los tiros. Después le contarían que José Antonio González (Pichile) recibió un balazo que entró por detrás de la oreja derecha y salió por el lado izquierdo del rostro. Y que poco después, peinando la zona, encontraron el cadáver de Miguel Ángel.
La mayoría de los jugadores fueron capturados y cumplieron unos doce días de prisión. Pichile sobrevivió, pero jamás volvería a hablar. Y a pesar de que se les dijo que el asunto quedaba olvidado y sellado, el miedo se instauró en el exiguo pueblo de 3 800 habitantes. Miedo del vecino, de los muertos, del susurro, de las noches, del juego prohibido y sobre todo del qué dirán.
***
La concentración se armó inesperadamente en medio del velorio. Y Félix, aunque era revolucionario, formaba parte de ella. Desde el amanecer había gente rondando el pueblo con brazaletes negros, cada Comité de Defensa de la Revolución (CDR) tenía su crespón en señal de luto. Y, excepto tres negocios —dos tiendas y la fábrica de brochas—, todo el mundo había cerrado sus locales en señal de protesta.
El administrador de la fábrica le dijo a su interventor:
—Oiga, Cortina, a mí me parece que eso es una acción contrarrevolucionaria.
Tomó aire, el calor lo estaba asfixiando en ese día molesto:
—A mí me parece que la fábrica tiene que seguir trabajando, porque esto pertenece al estado y no puede vincularse con los jueguitos de la gusanera.
No obstante, ordenó que abrieran las puertas del local —lo afirma el historiador Gilberto Ayes en un libro de próxima aparición—.
—El que quiera salir que lo haga —dijo—, pero aquí no se va a parar la producción por nada.
Tomó aire de nuevo.
—Nosotros no vamos a cerrar, ni vamos a poner paños de luto.
Ernesto y un amigo suyo militar, Basilio, estaban parados en la calle cuando pasó la manifestación.
—Esto se va a poner malo —dijo Basilio.
Ernesto lo miró en silencio.
—Esto está malo, malo —rectificó Basilio y él también se quedó en silencio.
Cuando la cabeza de la columna tocó la cafetería El Caporal, una perseguidora se detuvo frente a ellos. Félix vio que uno de los policías salió y dijo a la gente:
—Compañeros, ustedes saben que en estos momentos no se pueden hacer manifestaciones.
Se acercó un poco más a la muchedumbre, que lentamente se iba transformando en horizonte, y los exhortó:
—Váyanse tranquilos para sus casas, que esto se va a resolver y los culpables serán castigados.
—Tiene razón en lo que dice —seguro pensó Félix y tomó el camino a su hogar.
Menos de dos semanas después, el 11 de junio de 1962, El Cano se convertía en el primer pueblo socialista de Cuba.
***
“¿Qué ocurría realmente allí, en aquel pueblo? Me refiero al pueblo de El Cano, si es que no he mencionado el lugar, en Marianao, zona de mucha influencia politiquera de los viejos caciques. Allí los burgueses eran dueños de todos los negocios, dueños de todas las máquinas, automóviles, de todos los camiones, todos tenían teléfonos en sus casas y eran, además, dueños del dinero y los que tenían mando sobre todos aquellos obreros artesanales del lugar eran los amos del lugar; dinero, jefatura sobre los obreros a los que les daban órdenes todos los días, automóviles, camiones, teléfonos. ¡Pues se les confiscaron todos los automóviles! —¡veintiocho! —, se les confiscaron todos los camiones, se les quitaron todos los teléfonos y se pasaron a casa de trabajadores los teléfonos del pueblo [APLAUSOS]. Su poder se destronó como un castillo de naipes, y lo único que no se les tocó fueron las cuentas en los bancos, y eso en virtud de que la Revolución, que tiene interés en el ahorro, tiene que establecer el principio de que es sagrado el dinero que se guarde en los bancos, como hizo cuando el cambio de moneda [APLAUSOS]; y, además, para que al otro día no fueran a hacer el papel de pobrecitos limosneros en la calle. ¡Les quedó para que fueran tirando… [RISAS] mientras se adaptan o se van para Miami!”.
Discurso pronunciado por el comandante Fidel Castro Ruz, primer secretario de la dirección nacional de las ORI [Organizaciones Revolucionarias Integradas] y primer ministro del gobierno revolucionario, el 27 de junio de 1962.
***
La Revolución cumplió sus promesas, esencialmente en la creación de puestos laborales, escuelas y la ampliación de los servicios sociales. Al parecer nunca se abolió el dinero, ni se estableció el pago por bonos, como dicen los rumores. Pero sí es cierto que el Cano se convirtió en el modelo a seguir durante la Ofensiva Revolucionaria, en la cual el gobierno expropió todos los negocios privados —desde bares y timbiriches hasta los sillones de limpiabotas— que aún persistían en Cuba.
Sin embargo, el tiempo tiene una manera rara de conducir las cosas. Medio siglo después de los hechos que aquí se narran, el pueblo se ha convertido en un sitio tristón donde algunos establecimientos han vuelto a la propiedad privada —la cafetería El Caporal es un ejemplo—, las calles se están llenado de huecos y sobreviven unos pocos artesanos del barro, asfixiados entre el humo de los hornos y los altos precios de la materia prima.
Esta historia ha sido reconstruida a pedazos, completando las omisiones, rebajando la leyenda, sacándole casi las palabras a la gente de la boca. Y aunque se perdieron la tintorería y la zapatería; queda solo una de las tres cafeterías, el cine está cerrado perennemente, el parque de diversiones es un yerbazal y la fábrica de brochas, una ruina tortuosa en medio del pueblo; el círculo infantil fue depredado por manos desconocidas y hayan muerto casi todos los protagonistas de esta historia; el miedo sigue aleteando sobre El Cano como una sábana blanca en medio de la noche.
comentarios
En este sitio moderamos los comentarios. Si quiere conocer más detalles, lea nuestra Política de Privacidad.
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *
machenko
Jesse Diaz