La mejor herencia

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La mejor herencia

20 / octubre / 2016

Corre el 2012 y el mundo no se acaba. Secundino, 24 años, guajiro fuerte, inaugura la segunda ponchera del pueblo. La arma con dos planchas rusas adaptadas a una especie de tornillo giratorio, un pomo de agua con un orificio en la tapa para medir el calor, un compresor de camión soviético de manigueta para echar aire a mano y la garantía que dan los incontables  baches de ciudad Sandino, Pinar del Río.

Secu vivía con su padre y su hermano, iban todos los días a una vega de tabaco que tienen lejos, detrás del cementerio municipal. La tierra no es muy buena, es arenosa. Abrió la ponchera para no ir más al campo, quiso convencer a su hermano pero Noly no confiaba en sus ideas:

Con Noly nunca estaba de acuerdo en nada. En varias ocasiones, Negrín, el padre, tuvo que hacer sonar la funda del machete en la pared para evitar que la discusión llegara a la violencia física. La madre de estos niños un día simplemente se fue. No murió, no dejó siquiera explicación, quiso cambiar de vida, de aire. Su padre es padre y madre.

Debajo del alero de metro y medio, al lado derecho de la puerta de entrada de su casa, Secu comenzó todo.

Tenía necesidad de ganar clientes así que se le ocurrió rebajar un peso al precio de la competencia, y por dos pesos cada ponche te ibas contento. En caso de que la goma se hubiese reventado eran cinco, porque había que utilizar más material. El aire al principio era gratis.

Secu pudo comprarse sus primeros zapatos deportivos que no eran de una marca reconocida, pero lucían bien. Cierto sábado por la noche mientras compartía con algunos amigos en la discoteca del pueblo sintió que su mirada y la de Made, una muchacha del barrio vecino, convergieron extrañamente. Aquella impresión lo tenía inquieto.

Entonces buscó la manera de acercarse a la joven. ¿Cómo? A través de Camilo, que era un conocido al principio y vivía contiguo a la casa de la muchacha. Un buen día pasó por la acera de enfrente y lo llamó a conversar. “Mira guajiro -le dijo- tú no tienes trabajo y estás pasando la mar a pie, te propongo que vengas a trabajar conmigo a la ponchera. Lo tuyo sería echar aire, a mano. Todo lo que hagas es tuyo. Eso sí, por la tarde cuando terminemos me dejas acompañarte a tu casa que hay una vecinita tuya que me tiene mal, Made, la rubita…”

Camilo sonriente aceptó y al día siguiente se estrenó en el compresor. Los primeros días casi no podía mover el brazo, pero se dio cuenta de que ganaba mucho más que con su padre recogiendo escombros. Se iba con más de 30 pesos al día y un dolor en el cuerpo como si le hubiese pasado por encima el tren de Guane.

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El tiempo se encargó de todo. Pasaron pocos meses para que Secu pudiera conquistar a Made, y luego otros para que se casaran. Camilo fue el padrino de una pequeña boda. En el pueblo decían: “Se nos casó el ponchero.”

Logró aumentar la cantidad de planchas a cuatro y Camilo tenía derecho, además de su trabajo del aire, a atender la ponchera durante los fines de semana. Secu logró comprarse una moto y Camilo ostentaba de la mejor bicicleta americana del pueblo, todo florecía.

Cuando la ponchera cumplió dos años y al ver que muchas familias se estaban yendo para los Estados Unidos por la condición de presos políticos, Noly convenció a su padre Negrín de que hiciera los papeles. A Secu no le interesaba tanto la idea de irse pero si aparecía el avión iba a dar el paso con seguridad.

Negrín, el padre, había nacido en las montañas de Villa Clara, muy cerca de los alzados contra el gobierno revolucionario, y por eso lo enviaron a Sandino, en el extremo occidental del país, aislado, como a muchas familias. Negrín tenía más razones que nadie para que lo aprobaran en la embajada norteamericana, y así fue.

La noticia le secó la garganta a Secundino: “Me voy, ok, me voy, pero mi mujer se va conmigo y ¿Qué hago con la ponchera y toda la clientela? ¿Y cuándo podré volver a ver a mis amigos?, cómo voy a extrañar este pedacito de mundo, mira que uno ha luchado duro, y ahora empezar de nuevo allá…”, pensaba.

Lo resolvió todo antes de partir. Con mucha consideración. Una semana antes de tomar el avión y luego de vender la moto llamó a Camilo dentro de su casa y le mostró su penúltimo regalo, por buen amigo y gran trabajador. “Mira lo que hay debajo de la escalera”, le dijo y el ayudante se percató de que era un enorme motor eléctrico para el compresor, con el cual ya no tendría que dar más manigueta.

“¡Contra! ¡y me tuviste todo este tiempo dándole duro al compresor!”, le dijo Camilo. Secu le respondió: “Ese motor hace tres años que está ahí, fue lo primero que compré con las ganancias de la ponchera. Si lo hubiera puesto no tendrías trabajo tú, amigo mío. Hoy no solo te estoy regalando el motor sino toda la ponchera. Y no te preocupes que te ayudo con lo que pueda desde el otro lado”.

Camilo no tuvo más que un abrazo para aquel momento. Secu siempre fue un hombre de palabra, le ha mandado de todo a la nueva ponchera, ya vino de visita un par de veces, y al menos un día de los 15 que tiene en Cuba, se quita los zapatos y la camisa y se pone a coger ponches con el amigo, como en los viejos tiempos.

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