Isla y Lucas son hijos de la pandemia y el exilio. Cuando los reclamamos al mundo teníamos poco más que un colchón, una mesa de comedor que nos prestaron y un gato que ya no está. Al nacer, la vida les impuso una responsabilidad que no pidieron: ayudarnos a estar menos solos. Demasiado para dos personitas.
Mientras aprendemos a ser padres, no ha sido fácil sobreponerse a la depresión, la rabia y la nostalgia por una Cuba que no existe ya, porque los amigos y familiares que compartían el país de nuestro pasado aterrizaron en cualquier otra parte del planeta. Creo que para Isla y Lucas tampoco ha sido fácil tener una mamá y un papá que algunos días se desarman en pedazos, pero los niños olvidan pronto la tristeza de sus mayores y los quieren sin miedo a lo que sucederá mañana. Esa es mi esperanza.
Durante estos tres años y medio, Isla y Lucas han sido nuestra principal conexión con Perú, un país cuyos rasgos atisbamos a jirones, como la ciudad espectral que vemos desde el balcón, entre la neblina que humedece a Lima la gris, casi todo el año. Y hasta cierto punto, somos huéspedes de los mellizos que llevan nuestros apellidos, porque su nacionalidad nos allanó el camino para un estatus migratorio más firme.
Aquí no tenemos comunidad ni red de apoyo. Las personas que conocemos y queremos, como para pedirles ayuda, son poquísimas; algunos cubanos y menos peruanos. La mayor parte del tiempo hemos sido solo su mamá y yo, tratando de hacerlo lo mejor posible.
Por ellos hemos tenido que ponernos al día con los rituales de Halloween, la Navidad y las fiestas patrias peruanas. Este año, cumpliendo con las actividades orientadas en su «nido» ―así llaman a las guarderías aquí―, aprendimos sobre los hábitos de los pingüinos de Humboldt y cómo se baila la danza afroperuana «festejo»; sobre la diversidad geográfica de este país de cara al Océano Pacífico, y las recetas de comida locales que no les hacemos en casa. Procuramos decir palta, camote, choclo y zapallo, en vez de aguacate, boniato, maíz y calabaza, no vaya a ser que luego no entiendan a los niños.
Por todo esto se valoran más las contadas ocasiones en que somos más que cuatro ―o cinco, si alguna de sus abuelas está de visita―, como en el evento que organizaron en su guardería por la Navidad 2024 y el cierre de ciclo educacional.
Ese día estábamos orgullosos y nerviosos. Ellos actuarían en un par de números para el que ensayaron durante semanas. Isla parecía segura de su destreza, propia del medio tiempo en el Super Bowl. No sabíamos qué bailarían, aunque sospechábamos que el remolino que Lucas hacía con sus brazos a cada rato en casa, mientras lo inundaba todo con su sonora carcajada, era su interpretación personal de los pasos coreografiados que debía dar sobre el escenario.
En un anfiteatro coincidimos por primera vez la mayoría de las familias cuyos pequeños comparten el nido. La primera sorpresa fue ver la bandera cubana en el fondo del escenario, debajo de la peruana. También estaba, a la izquierda, la de Venezuela, y la de Colombia a la derecha.
Miss Charito, la directora del nido, explicó que el festejo que prepararon estaría dedicado a los padres que «por circunstancias obvias» se fueron de sus países y «echaron raíces en Perú». Nos agradeció por confiar en ella y su equipo para educar a los niños. Cuando abrió su nuevo local hace cuatro años, en medio del auge de la pandemia de COVID-19, no imaginó que hoy tendría una matrícula tan grande y que algunos bebés que llegaban con pocos meses de nacidos, como Isla y Lucas, continuarían durante varios años. De alguna manera todos los que estábamos allí éramos sobrevivientes de difíciles circunstancias nacionales, profesionales y personales.
El gesto no es menor. La xenofobia ha ido en aumento en el país, sobre todo contra la población venezolana, que es la nacionalidad extranjera con más inmigrantes en Perú. Son 1.5 millones de personas, según la Acnur, que en su mayoría llegaron en los últimos años huyendo de las condiciones en que el régimen chavista ha sumido a su nación.
Fue emocionante constatar de esta manera que Isla y Lucas comienzan a educarse en un ambiente pedagógico donde se respeta a los inmigrantes, como son sus padres. También sentir cómo valoran la cultura de la que venimos, a falta de un espacio fuera del hogar donde se reafirme la identidad cubana que también tienen nuestros niños.
El homenaje del que les he hablado se completó con canciones y danzas de las culturas populares de Venezuela, Colombia y Cuba. Curiosamente, no escogieron una canción de Celia Cruz, que para los peruanos es un símbolo de La Mayor de las Antillas más fuerte que cualquier otra persona de nuestra historia.
En cambio, la elección fue una pieza de Dámaso Pérez Prado y al grito de «Ahhhh ¡Dilo!», Lucas demostró ser un verdadero «Rey del mambo» en miniatura. Isla, tal vez impresionada por las decenas de familiares que los observaban por primera vez, no dejó ver la sandunga que heredó de su mamá y que exhibe en casa, aunque tampoco fue menos que el resto de pequeños bailarines.
Quiero pensar que ese día los padres que no nacimos en Perú también sentimos un poco más hospitalaria la tierra de nuestros hijos. Varios no abandonamos el sueño de regresar a nuestros países de origen, como la madre venezolana con la que no habíamos hablado antes, que al calor de la emoción compartida nos dijo al salir: «Este año, Dios mediante, cae la dictadura de Venezuela… y la de Cuba también».
Dudo que un regreso a Cuba esté cerca, menos un viaje de toda la familia. Pero cuando el gorrión nos caiga a picotazos, y nos agobie la dureza de ser padres migrantes (¡de mellizos!), recordaremos la alegría de ver a Isla y Lucas bailando mambo. ¿No es esto la felicidad?
ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.
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Aldo Gonzalez
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