En lo profundo del monte, donde todo es verde y silencioso, una bestia no sabe que le espera la muerte. Pero le tocó ser bestia y alimentar al humano.
El humano, por humanidad, quiere devorar su carne. Ha nacido en un país que prohíbe el sacrificio de reses, ni aunque seas su dueño. A muchos les ha tocado la sombra del presidio, por carne. Porque no se conformaron con la que podían comer. Querían vender y no creían en vacas de leche, caballos de carretas ni en bueyes de arar el campo. Siempre queda detrás lamentándose un campesino que tiene que pagar una multa por “descuidar” su ganado, y que tendrá menos leche y menos dinero, por culpa de otro.
Pero Ismael trataba siempre de hacer el menor de los daños. En el lugar donde nació había un monte cercano y los animales que lo habitaban tenían las costumbres jíbaras de sobrevivir. Era muy buen montero Ismael (o es, porque no ha muerto) Después de tentar tanto la suerte decidió irse a Miami. Por sus manos pasaron muchos novillos, añojos, toretes… Le gustaba la carne joven. En su casa lo único que lucía bien era la mesa a la hora de la comida.
El número exacto de sus víctimas siempre lo lleva en la mente pero no quiere decirlo, por su propia seguridad. Las bestias que evisceraba en el monte tenían la marca del Estado, y en muchos casos se daban por perdidas. Casi ningún montero se atrevía a adentrarse en la maleza a enlazar reses para el matadero, por dos razones: el pésimo pago de la empresa pecuaria por cada animal capturado y el grave peligro de ser embestido por la frente de un toro jíbaro.
Esta “cacería” tenía además, otro tinte peligroso. En un país que llegó a tener casi la misma cantidad de cabezas de ganado que personas (unos 6 millones en 1959) y que ahora apenas sobrepasa los 4 millones de animales para una población de 11 millones; el “sacrificio de ganado mayor” es uno de los delitos con penas más fuertes del Código Penal, con condenas de hasta 20 años de prisión.
Pero Ismael tomó sus riesgos. Salía de su casa de madrugada, tomaba café fuerte y amargo, del grano que recolectaba su madre de los cafetos del patio. Enganchaba su carro en el lomo del caballo y salía paso a paso hasta el lugar donde podía llegar sobre dos ruedas.
Tenía un rancho pequeño en una finca que heredó del difunto padre, ahí guardaba la montura, la alforja y un exquisito juego de cuchillos, machetines, chaira y piedra, para afilar constantemente y no perder tiempo. Lo más importante era un mediano pomo de medicamento y la jeringuilla. Ahí estaba la muerte del animal, “sin dolor”, decía.
Nunca quiso contarle a nadie ni el nombre del contenido del frasco ni la dosis que usaba. De algo estaba seguro, la muerte llegaba al momento y la bestia yacería en el suelo para comenzar a “trabajarla”. Antes, revisaba los posibles lugares donde hallaría a sus víctimas: abrevaderos en arroyos o manantiales, debajo de árboles que dieran buenos frutos y una sombra donde hubiese espacio y tranquilidad para refrescar.
Foto: Claudio Peláez Sordo
Visto el animal habría que calcular bien la manera de que el lazo no fallara. Casi siempre era mejor arrear hacia un descampado y hacer una carrera en línea recta que permitiera captura y seguridad. Ismael casi nunca fallaba.
Luego el caballo experto haría la fuerza con sus patas y la trasmitiría por el pico de la montura y la probada soga de nylon.
La tercera vez que Aparicio – su caballo– fue a montear cuando era un potro de dos años, un buey le atravesó el pernil izquierdo. Tardó unos meses en recuperarse y luego el mismo buey encontró el lazo por última vez.
Por la cabeza, dominando el empuje de Aparicio, llegaba la res hasta el tronco de una palma o de cualquier otro árbol que pudiese sostenerla. Luego se “mancornaba” al tronco con quince vueltas de otra cuerda, por detrás de los tarros de manera que le fuera imposible moverse.
Ahí llegaba Ismael con el émbolo cargado de la sustancia que mataría, no por envenenamiento sino por una rara sacudida desde el corazón, como un infarto. Muerte.
Después apuntaba a un lugar del pecho con el cuchillo más largo, que había fabricado a partir de un machete Collins. Brotaba caliente la sangre.
Era una mañana fría de diciembre y salía el fluido humeante de un novillo. Recordaría siempre el olor, que para él es como hierro oxidado. Ismael no tenía miedo ¿tenía necesidad?
Caía la última gota de sangre y él comenzaba a descuartizar. Primero un corte longitudinal desde la garganta hasta la entrepierna, luego hacía un corte circular en las patas y otro hasta la barriga. Parecía que desvestía al animal.
Debajo del cuero, otro tejido sostiene las vísceras. Después de cortarlo, aparece un enorme hígado y cuatro estómagos. Abría el esternón y se aseguraba de que la muerte, tal como estaba previsto, hubiera comenzado en el corazón.
Entonces sacaba cuatro piezas: dos paletas, dos muslos. Luego los lomos, el cogote, carne escogida. Deshuesaba y quedaban bolas rojas de fibra pura y limpia. “Todo el mundo come carne -decía- pero nadie sabe cómo tiene que endurecerse el matador”.
La vaca se le hacía siempre demasiado grande, sobredimensionada. Se sentía pequeño.
Sobre el caballo, en la alforja, cargaba todo de un lado y del otro. Primero escondía la carne momentáneamente para volver por ella cuando terminara de desaparecer los restos. Ismael conocía una cueva con una entrada muy pequeña y una gran galería, el único que la conocía era él. Allí yace aún su cementerio particular. Miles de huesos contando historias.
Volvía a su finca y pasaba la carga aún caliente de vida hacia unas tanquetas que mucho tiempo atrás un amigo se había llevado de la fábrica Unión Láctea. Cinco o seis llenaba. Por encima, a punto de poner la tapa agregaba yerbas o productos del campo para disimular el contenido, para que nadie sospechara lo que nunca se supo.
¿Quién era? Un tipo al que las oportunidades siempre le llegaron demasiado tarde según él. Hubiese sido un buen maestro, tenía arte para que lo escucharan. O un buen deportista, nadaba como un pez en el río. El fatalismo de vivir tan intrincado y la suerte de hacer familia demasiado temprano lo habían destinado a hacerse carnicero furtivo. “Uno siempre busca la manera más fácil de resolver las cosas”, decía, “y eso casi siempre nos lleva al arrepentimiento”.
A Ismael no lo capturaron, sabía que no estaba bien lo que hacía, y se consolaba con el bien aparente de ayudar a los demás. Nunca vendió una sola libra. Llegaba a su casa y descargaba todo en la bañadera, dividía meticulosamente las raciones necesarias: para mi padre, para mi amigo Miguel, para mi amigo Melgarejo, para la niña de Ondina que está ingresada, para la vieja Columbia que está en las últimas…
Cuando llegó a Miami pidió matar una vaca en público, donde todos lo vieran. Quienes creían conocerlo bien quedaron boquiabiertos por su destreza. Fue la última res de su cuchillo. Ni siquiera esa vez pudo mirar a los ojos del animal mientras moría.
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