Mi objetivo era entretener el cuerpo. Por eso llevaba varios días haciendo planchas y abdominales en el portal de la casa. Aprovechaba la unión de la cerca que lo rodea para hacer paralelas y en su parte baja hacía tríceps forzados. Una de esas tardes vi pasar a un muchacho de complexión atlética; sudaba y no dejaba de mirarse los brazos hinchados. Lo interpelé. Me dijo que el gimnasio estaba a una cuadra y media, “es un poco rústico, pero se pueden hacer unos cuantos ejercicios, y el dueño cobra solo 20 pesos”.
Así llegué a casa de Nicolás, tipo chévere, beato de la iglesia pentecostal, trabajador incansable, mechador. Tuve enseguida abiertas las puertas del patio de su casa, donde se encontraba el gimnasio. “Esto yo lo hago porque pa’ mi pincha tengo que estar duro, yo trabajo abriendo huecos, lo mismo pa’ una cisterna, un pozo, o una fosa, y ahí no se permite estar flojo. Cuando hay que dar pico es pico, y cuando es pala no quiero ni contarte”, me comentó esa tarde.
Le dije que empezaría a mechar el día primero, cosa que hice. Mi primera sorpresa fue percatarme de que el gimnasio es algo más que “rústico”; los equipos están hechos o armados con un afán cromañónico, y la disposición del espacio es reducida para tantos machos juntos, pues a este, a diferencia de muchos otros, no van las chicas.
Esa fue mi segunda sorpresa: la mayoría de los mechadores son vejigos, no muchachos jóvenes o adolescentes que estilan hacer hierro para mejorar su apariencia a los ojos de las hembras, sino chamacos, muchachitos casi niños que apenas pueden levantar una pesa o una mancuerna, faltos de seriedad para algo tan serio.
No es cosa de juego hacer un ejercicio mal, o levantar más libras de las adecuadas para tu peso corporal. Nicolás me cuenta que él habló con cada uno de los padres de los que van al gimnasio, y todos tienen permiso. Él trata de explicarles cómo deben realizar los ejercicios, pero muchos lo ignoran y terminan por hacer lo que les da la gana.
Así que, a mis 29 años, soy como un abuelo entre todos estos muchachos, a la vez que soy un raro con mi melena y mi silencio. Nicolás me aconseja no hacer hierro solo, una pareja siempre es incentivo para mechar más y puede ayudar cuando uno no puede con el peso, pero yo desestimo ese consejo. Es un rato que prefiero aprovechar y disfrutar en soledad.
Mientras a mi alrededor los adolescentes se retan para ver quién levanta más libras en el pron (press de banca), yo me distraigo con el sonido que provoca el aire entre las hojas de la mata de mango; a la vez que los fiñes se dan cuero atacándose sin piedad: “barriguita”, “pecho plano”, “canilla”, yo me quedo absorto en la muerte de la tarde y entre tanda y tanda gozo al ver como aparecen las primeras estrellas.
Ya a punto de irme me acerco a un saco negro de boxeo que Nicolás dispuso para quienes deseen tirar unos golpes, y me quedo mirándolo fijo como a mi peor enemigo. A veces siento ganas de echarle unos piñazos, pero al final, para su bien y el mío, termino por serle indiferente.
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Manolo
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