En medio del caos que es el Zócalo, el cubano Osvel Barzagas fue libre. Nunca supo si feliz, pero sí libre.
El Zócalo, en el corazón del centro histórico de la Ciudad de México, son 46 000 metros cuadrado de pura anarquía. Entre los muros que componen la Catedral, el Palacio Nacional, el Edificio de Gobierno y otras estructuras, quizá un poco más modernas, aparece una plaza que concentra a miles y miles de transeúntes y cientos de vendedores que ofrecen los productos del llamado «México mágico». Calacas y alebrijes (esculturas alegóricas al Día de los Muertos), telas estampadas, hasta parafernalia de la nueva presidenta Claudia Sheinbaum, componen un brillante arcoíris de souvenirs cuyo precio disminuye a medida que uno se aleja de las mesas.
Todos hablan en voz alta. Mejor dicho, todos gritan. Es la única forma de romper la barrera del sonido. Una inarmónica banda sonora compuesta por el pregón de artesanos, idiomas que parecen mezclarse en una jerigonza indescifrable, música de restaurantes y bares y tambores de «rituales» llevados a cabo por individuos vestidos con «trajes chamánicos». Curanderos que, por un «módico valor», son capaces de limpiar todos tus males, usan plantas cuyo origen desconozco, pero que, al contacto con el fuego, desprenden un aroma agradable.
Una amiga me comenta que ella vio una performance similar en Santiago de Chile. Tal vez existe algún tipo de conexión entre los pueblos originarios mexicanos y los mapuches del cono sur. O quizás todos necesitamos, de vez en cuando, cerrar los ojos y depositar nuestra suerte en las manos de otros.
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A Osvel, originario de la Isla de la Juventud, lo conocí de casualidad, mientras me disponía a tomar el metro. Un «asere» bien marcado, que fue capaz de sobresalir por encima de cualquier otra identidad lingüística que por ahí merodeaba, nos conectó. Tal vez fue la magia de los chamanes.
Le pregunté si era cubano. «No solo soy cubano, sino también manifestante del 11 de julio», me dijo orgulloso, mientras se disponía a guardar los artículos en venta de su puesto. Es ―o fue― miembro del opositor Partido Autónomo Pinero (PAP).
Cuando conocí a Osvel tenía una mesa compuesta en su mayoría por productos con temática navideña. Era otoño, hacía mucho calor y no había pasado ni siquiera una semana desde que las familias mexicanas retiraran las ofrendas por el Día de los Muertos. Pero Osvel desplegaba un surtido de productos para celebrar la pronta llegada de Santa Claus o Papá Noel.
Un amigo cubano lo ayudó a conseguir ese trabajo. No se quejaba de la «chamba». Solo le molestaba el maltrato de la policía. De todas formas, siempre supo que era una ocupación temporal. Tenía otras aspiraciones.
Osvel salió de Cuba el 4 de marzo de 2024. «Fue una travesía dura», me dijo. De vez en cuando introducía un «güey» en la conversación, sin perder su pronunciado acento cubano. Primero, llegó a Colombia, de ahí cruzó a El Salvador. Pasó por Nicaragua, Honduras, Guatemala, hasta llegar a México. Describe su país de acogida, como un lugar «bien difícil». Pero tenía que irse de Cuba.
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Tras salir a la calle el 11 de julio de 2021, Osvel fue detenido por las fuerzas policiales. Pasó 32 días en la cárcel. Fue liberado bajo fianza y posteriormente, tuvo que pagar una multa de 3 000 pesos. Un año después, durante el primer aniversario de las protestas masivas, el opositor fue citado por agentes de la seguridad del Estado. Esta vez, por un supuesto delito de desobediencia.
«El problema es que yo estaba molestando mucho en la calle, porque en la Isla tengo muchos seguidores. La gente ―como decimos los cubanos― me descargan mucho. Soy un muchacho popular allá en mi zona», cuenta.
Durante el interrogatorio, los oficiales intentaron quitarle el teléfono. El objetivo era multarlo por el Decreto Ley 370. La normativa, vigente desde 2019, es usada para castigar a quienes expresan en redes sociales opiniones contrarias a los intereses del poder y sus órganos represivos. Osvel llevaba algún tiempo denunciado, a través de su página de Facebook, el hostigamiento contra miembros de su organización PAP.
«Me querían quitar el teléfono. Sin yo estar filmando, sin nada. El teléfono, incluso, estaba apagado porque cuando llegué a la citación el jefe de sector me dijo “apaga el teléfono”. Lo apagué y guardé en la mochila», relata. «Me dijeron que me iban a meter una multa de 3 000 pesos por publicar en contra de la Revolución».
Osvel no se resistió. «Una multa más, de tantas otras», pensó.
La reacción tranquila del isleño no fue del agrado de los agentes, quienes prosiguieron a intentar arrebatarle el teléfono. No tenían orden de ocupación y el opositor se resistió. Antes que entregar el artefacto, Osvel prefirió estrellarlo contra el piso. Una patada terminó de romper el dispositivo.
«Por eso me metieron 10 meses en prisión», agrega.
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En Ciudad de México vivió con otros cinco cubanos ―también originarios de la Isla de la Juventud―. Lo que ganaba como comerciante en la vorágine de la céntrica plaza, le permitió subsistir y ayudar económicamente a su mamá. Ella, junto a otros miembros de su familia, aún permanece en Cuba.
Osvel siempre fue muy apegado a su mamá. Los ojos se le llenan con un poco de lágrimas mientras habla de ella, sin decirme su nombre. Se quita la gorra y toma un par de segundos para completar una oración. La lejanía ha sido lo más duro de su proceso migratorio. Los cruces fronterizos, la policía y los trámites burocráticos quedan en un segundo plano.
«Llevo 8 meses sin ver a mi madre. Pero me gana más el deseo de libertad», asegura.
«En México he trabajado en todo lo que no trabajé en Cuba. Trabajé en construcción, pintando casas, he botado basura, he chapeado patios, he limpiado casas, he trabajado en restaurantes, he trabajado vendiendo gafas, espejuelos. Yo he trabajado de todo aquí en México. Yo no le tengo miedo al trabajo».
México nunca fue el destino final del cubano. Aquella tarde que conocí a Osvel, ya tenía su cita CBP One en mano. En próximos días se movería hacia el norte para tener su entrevista con la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza. Tenía previsto entrar en Estados Unidos el 23 de noviembre, casi a tiempo para celebrar Thanks Giving.
Cuando intercambiamos, Osvel hablaba de un futuro prometedor en Estados Unidos. Hoy publica en sus redes sociales fotos de algunos de sus viajes por Texas y la Florida.
«Me veo libre. Es lo que busco… libertad. Libertad de expresión. Libertad de todo tipo. Libertad que en Cuba no hay. Libertad que en Cuba los jóvenes no tenemos», me dijo en su momento.
En Estados Unidos pensaba aplicar el mismo dogma, sobre todo para poder reunirse en algún momento ―pronto― con su mamá y el resto de su familia. Sabe y entiende que ese reencuentro tendrá que ser en tierras extranjeras, porque no tiene intenciones de regresar a Cuba. No mientras exista una dictadura.
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