Cuba atraviesa una de sus etapas más críticas en décadas. Los apagones prolongados, la escasez de agua y alimentos y el deterioro de los servicios sanitarios han convertido la vida cotidiana en una sucesión de carencias. Las protestas recientes, con consignas como «agua», «corriente» y «libertad», reflejan un descontento que va más allá de la «coyuntura» energética. En barrios de La Habana, los vecinos han bloqueado calles para exigir soluciones, mientras en las redes sociales se difunden imágenes de agua turbia, salideros y pipas que ofrecen el servicio a precios muy elevados.
En ese contexto, la propaganda estatal ha intentado proyectar control a través de la gira del gobernante Miguel Díaz-Canel por varias centrales termoeléctricas. Las visitas, ampliamente difundidas por la televisión oficial, no han producido resultados concretos. Según reportes estatales, varias unidades de generación permanecen fuera de servicio y decenas de plantas de generación distribuida carecen de combustible, lo que ha generado un déficit superior a los 1 500 MW durante los primeros días de octubre.
La crisis eléctrica se combina con una emergencia alimentaria que alcanza niveles preocupantes. Por ejemplo, en el mercado informal, la libra de carne de pitirre abejero se vende a 400 CUP, un fenómeno señalado por Food Monitor Program. Según una encuesta realizada por la organización, casi el 97 % de los cubanos ha perdido acceso a los alimentos y uno de cada cuatro ha pasado hambre. La dependencia de especies silvestres como iguanas, jutías o crustáceos de río evidencia el desajuste entre la oferta, los precios y el poder adquisitivo de la población.
El contraste entre la propaganda oficial y la vida cotidiana es evidente. Mientras barrios enteros permanecen a oscuras, el hotel Capri de La Habana celebró una fiesta que provocó indignación pública, un ejemplo del privilegio del sector turístico frente a la precariedad general. En este escenario, el discurso de sacrificio y resiliencia pierde fuerza frente a la desproporción tangible entre unos y otros.
A estas carencias se suma un daño más profundo. El intelectual Dagoberto Valdés Hernández, en un estudio publicado recientemente, sostiene que seis décadas de totalitarismo han dejado un «daño antropológico» en la sociedad cubana. Según su análisis, el proyecto de crear al «hombre nuevo» socialista terminó produciendo al «hombre herido»: un ciudadano condicionado por el miedo, la simulación y la dependencia del Estado. Las secuelas afectan la confianza, la voluntad, la ética y la vida social, dejando un tejido civil fragmentado y una ciudadanía habituada a sobrevivir callando, simulando o emigrando.
A pesar de esa «herida», más cubanos han decidido reclamar sus derechos en voz alta. En septiembre, el Observatorio Cubano de Conflictos registró 1 121 protestas y acciones cívicas, la cifra más alta desde que se lleva el registro. Ante los cortes de electricidad, la falta de agua o de alimentos, los cubanos han salido a las calles pese al riesgo de represión. El incremento sostenido de la participación demuestra que el miedo —durante décadas un instrumento de control— empieza a ceder.
Al parecer, Cuba se encuentra ante un punto de inflexión y, para recomponer su futuro, no bastarán medidas temporales de emergencia ni promesas huecas. Será necesario reconstruir la confianza, la cohesión social y la dignidad personal que han sido degradadas por años de autoritarismo. La urgencia no solo implica restablecer la infraestructura eléctrica o garantizar servicios básicos, sino también reparar el tejido moral y comunitario de un país exhausto y fragmentado, donde cada protesta y cada acto de resistencia reflejan la necesidad de un cambio profundo.
*Estos temas son abordados en el nuevo episodio de Radiografía de Cuba que puedes ver y escuchar en nuestras plataformas.
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