Comentan acá los estadounidenses que hay que visitar Cuba primero que las grandes franquicias e inversionistas americanos. Dicen que hay que conocer La Habana Vieja antes que abran un Starbucks en la Plaza de Armas o un McDonald’s en el Parque Central.
Dicen acá en Estados Unidos que hay que experimentar un Chevrolet del 57 antes que sea reemplazado por otro ejemplar más moderno, y aconsejan a algún que otro turista a que se apresure a tirar una foto con sábanas blancas colgadas en los balcones, no vaya a ser que en un par de años cuando regrese, encuentre en lugar de balcones un alto edificio con fachada de cristales y bien en grande el nombre de alguna transnacional.
Temen estos turistas que ante la normalización de relaciones, el vecino comunista que ellos se imaginan, después de casi sesenta años de prohibición y desinformación, disipe su encanto y ya no sea atractivo, que no sea tan diferente de otros puertos hispánicos del Caribe y pierda su misticismo y autenticidad ante la avalancha de foráneos.
No obstante, ¿es en la ausencia de franquicias, calles con carros viejos y sábanas blancas tendidas en balcones, muchas veces con peligro de derrumbe, donde encontramos nuestra identidad? ¿Es Cuba eso? No lo creo, no obstante como crítica, es una idea a la cual contribuye la industria turística nacional con plenitud de postales mostrando mulatas voluptuosas fumando tabaco e imágenes de calles estrechas con edificios despintados y mucha gente caminando.
Recuerdo que en mi primer año en la UH asistí a una conferencia del profesor Bulté sobre la Cubanidad y este decía que:
La identidad de los cubanos estaba basada en muchas cosas espirituales y pocas materiales.
Una identidad que no está sujeta a estereotipados bicitaxis, carros clásicos, ni calles insalubres. Coincido con la idea del profe Bulté. Por ello no me inquieta que desaparezca aquello que los turistas corren por presenciar. En lo personal no me alarmaría si ponen un cartel de neón en la mismísima Plaza de la Revolución.
Desde pequeño me enseñaron que los paradigmas no son eternos y la historia en esto nos ha dado una lección. Hace treinta años nunca hubiéramos imaginado un Miramar repleto de modernos hoteles para el turismo internacional, industrias que una vez fueron orgullos de la nación como Batos y Juguemil desplazadas por Adidas y Barbie, ni que utilizáramos la imagen de nuestros héroes para lucrar en llaveros y pullovers.
Me preocupa que desaparezcan nuestros valores y tradiciones y adoptemos otras actitudes.
Eso me procupa más que lo material que habita en esta isla, producto muchas veces de la insuficiencia.
Como decimos en buen cubano, que nos “destiñamos”. Cuba y su sociedad tienen muchos retos con los tiempos que se avizoran, y uno muy importante es saber preservar intacta la identidad nacional a pesar de los evidentes signos de alienación que van apareciendo.
A modo de ejemplo, El Paquete y la cartelera de los cines tienen tienen cada vez menos películas nacionales y más productos de Hollywood. Para colmo, leo que los fanáticos de Elpidio Valdés no gozamos de nueva película por falta de apoyo institucional y hay quien manda a comprar los libros de Padura a España, consecuencia de no encontrarlos en las librerías nacionales. Como colofón mi isla va cambiando, eso lo saben todos.
Distintas clases van naciendo y los nuevos ricos tienen como modelos los lujos de Manhattan y Brickell, ahora sí con conocimiento de causa.
Los hijos de papá ya celebran fiestas de Halloween y probablemente en cualquier momento podríamos ver un González, un Toledo y un Pérez, todos juntos, celebrar St. Patrick vestidos de verde en medio del Vedado. Sólo espero que no caigamos en el absurdo que escribe Galeano de construir en una ciudad tropical mansiones con soberbias estufas de leña y acudir las damas a las fiestas vestidas con estolas de zorro plateado, a riesgo ellas de derretirse bajo un calor infernal sólo porque es la moda que se impone desde Nueva York.
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