Karla María Pérez González tiene 18 años. También 18, o 19 —supongo— tienen la mayoría de sus (ex)compañeros del primer año de Periodismo. Esos que en reunión grupal levantaron el brazo, tarjeta roja en mano, a favor de su expulsión de la carrera de Periodismo en la Universidad Central “Marta Abreu” de La Villas (UCLV).
Resulta irónico como nefasto que en un país en el que adultos de 60 o 70 años no saben u olvidaron lo que es elegir directamente a su presidente, jóvenes de 18 años tengan que votar la privación de un derecho, más que constitucional, universal, de una compañera de estudios. Irónico como nefasto que a jóvenes que apenas han tenido tiempo para decidir si son del Barca o del Madrid, no sé, de comprar su primera cerveza en acto legal, se les nombre jurado en el peor de los juicios que pueda celebrarse: aquel que no tiene causa. Irónico como nefasto que una de las primeras votaciones de la vida adulta en la que están implicados Karla y sus (ex)compañeros, haya sido para talar una semilla.
Una no. Más allá de Karla, no lo dude nadie, sus colegas, los a favor, los en contra, también salen de esto mutilados. El tiempo pasa. Los parásitos que deja la culpa, menos. Casi no.
Uno se pregunta, dado que nada responden las federadas declaraciones de la UCLV, ¿cómo se justifica un daño de tales dimensiones? Quisiera no parir ciertas respuestas pero tengo la impresión de que la decisión no se toma (sólo) contra Karla. En definitiva, si lo que hemos leído hasta ahora de ella —y sobre ella— es razonablemente cierto, quienes organizaron la embestida sabían que no negociaría con el miedo. Descubrimos entonces que Karla es el estrado desde donde se advierte al resto.
Si una Karla no será tolerada, tampoco sus potenciales seguidores —incluyendo a aquellos que le mostraron la roja—. Asistimos a una extraña forma de juicio donde el culpable es condenado como única fórmula para que el jurado sea absuelto. Un juicio desde el que se nos avisa a todos que las líneas rojas no se pisan. Que no hay edad mínima para la tolerancia hacia quien pisa las líneas rojas. Ni para que te toque, con tu mano alzada, salir a reforzarlas.
Vuelven encabritados los debates que se espolean con la frase “la universidad es de los revolucionarios”. Triste que nuestras universidades para ser revolucionarias tengan que ser paraconstitucionales. Pero sobre todo —de nuevo más allá de la constitución— tengan que ser injustas. En mi ciudadano y particularísimo criterio, este tema no se resuelve a “revolucionarismos”. En realidad por “revolucionarismos” ha llegado hasta aquí. Este es un tema de derechos básicos. De mero respeto al individuo. Y desde allí al país, sus instituciones y su legalidad.
Por eso no es importante el hecho de decirle a Karla que no me —o nos— tendrá en su organización. Sí, que sepa que el reino que no tengo, que no tenemos muchos, nos va en respetar su derecho a pertenecer a una organización política opositora, sin que eso la coloque en una lista excluyente. Y nos va, con la misma fuerza, en defender su derecho a graduarse de Periodismo en Cuba.
Muy pocos ganan con esta expulsión. No la FEU. No la UCLV y sus gendarmes. Lo conseguido la semana anterior es una victoria de goles en propia puerta. Un jonrón dado contra las mallas. Si quienes estructuraron la embestida se sienten satisfechos por la eliminación, tienen ellos un gran problema. Si es esa la manera en la que nuestros centros universitarios pretenden continuar lidiando con las diferencias, por muy insalvables que sean, entonces el problema lo tiene nuestro sistema educativo. Nuestras instituciones. El problema en definitiva, lo tiene Cuba. Que ante la inabarcable incógnita del bosque futuro, prefiere como respuesta, talar la semilla.
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El lagartijo