Veinte minutos antes de salir a la calle, agarré el pantalón que iba a usar y lo pasé por la máquina de coser. Si de algo me ha servido una pequeña dosis de intrusismo o curiosidad, y una máquina de coser heredada de no sé quién, es para aprender a ajustarme los pantalones. Y eso hago desde hace años, ajustar a mi cuerpo prendas que pertenecieron a gente que apenas -o nunca- conocí.
Cuando los marines americanos triunfaban sobre una ciudad o campamento enemigo en la Segunda Guerra Mundial solían caer sobre las bocas abiertas de los cadáveres y a punta de bayoneta extraerles el oro de las muelas. En mi casa se hace algo parecido cuando se le extrae el zipper a un pantalón o un short que arrojaremos. He cosido pantalones completamente nuevos con un zipper que antes de llegar a nosotros perteneció a un fulano o mengano que apenas conocí y que murió o se fue del país.
La experiencia de usar prendas de vestir en mi casa, en efecto, tiene en alta medida aires de tanatorio. Pero si reconocemos que hay algo tanático en mirarse frente al espejo con una prenda ajena, también habría que incluir lo erótico. He gozado fugazmente el hecho de no ser completamente yo mismo por unas horas (hay un tiempo equis en que el pantalón o la camisa no son precisamente tú). Uno, de repente, cree que esa pieza incorporada podría hacerlo más propenso al ligue, a la conquista, a la obtención de un trabajo.
Confirmo el refrán: uno es justo lo que su manera de vestir emite. Una existencia en estado de contingencia permanente, o un devenir bajo control. Tuve una novia a la que le gusté porque toda mi ropa, aunque era vieja y dudosa, estaba ajustadita. Según ella eso quería decir que yo estaba apto para muchas cosas más.
Le doy la razón, si algo odiamos al menos los profesionales es ser presa del azar. Si algo hace viril a un hombre y a una mujer es creerlos capaces de prever contingencias y tener el dominio de la situación. Por eso es eróticamente recomendable –aunque le parezca kitsch-, andar combinado. Todo hombre y toda mujer cae de bruces frente a un sujeto que combina el color del zapatos con el color de la gorra. O el color del pantalón con el color de sus gafas.
Si se hiciera un museo de las prendas cubanas más utilizadas se chocaría de a plano, no solo con nuestra historia y sus hitos inevitables, sino con nuestra manera más habitual de usar a la propia historia como prenda.
Por ejemplo, creo que abundaría la prenda político-antimperialista: el uniforme de miliciano, quizá el verde olivo. Recuerdo los pulóveres de “Liberen a Elián”, o “Mi honda es la de David”. Si el Estado reaccionaba contra algo, lo hacía, entre otras cosas, vistiendo a las masas. Las reproducciones de arte cubano, que en definitiva divulgaban en estado puro la creatividad, el individualismo nacional, se vendía al turismo.
Se podría agregar los olores. El olor de un batallón de milicianos, el olor de una mujer que sale de un desfile del primero de mayo, el olor de un machetero, y el olor, por supuesto, de una tienda de ropa reciclada. Un cubano no conocerá su olor genérico, pero sí a qué huele un yuma. Desde que entró el turismo a Cuba hemos querido saber por qué demonios huelen tan rico. ¿Será su ropa, su piel, su detergente, su modelo económico?
Creo que lo que pudimos ser se parece permanentemente a lo que somos. Está en nuestra ropa, en nuestra horrible albañilería, en los remiendos de nuestros almendrones.
Hace unos años estaba de paso en la oficina de la Muestra Joven del ICAIC, y mientras esperaba por alguna gestión escuché una deliciosa conversación entre dos de sus organizadoras. Una le prometía a otra que antes de irse del país le iba a dejar algunos vestidos, blusas e incuso ropa interior. La que heredaría era, sin duda, una de las mujeres mejor arregladas que han pasado por allí. De pronto sentí que todos, tanto en Santiago como en La Habana resolvíamos de velorio en velorio.
Nuestra manera de vestir, nuestros almendrones, nuestros olores, nuestra horrible albañilería expresan una forma de virilidad, chapucera, contingente, precaria que nos vende en bandeja. Más allá de si es bueno o malo he terminado reconociéndome en ellas. Me suelo sentir un idiota cuando las juzgo sin no reconocer en mí una responsabilidad en ello, no por conformismo, sino porque somos justo lo que hemos logrado ser. Este país es nuestro traje, pantalón, camisa o blusa, a la medida.
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