Hace una semana que María no sabe de su madre o de su padre. La separan siete días desde la última llamada, con un concierto de furia al fondo. Matthew pasó por Imías, al sur de Guantánamo, y llenó el río seco que pasa por Cajobabo, y contaminó las aguas.
María necesita saber si sus padres no volaron como tantas otras cosas que el huracán se llevó: casas, animales, esperanzas. En el pueblo de La Palma, a 190 kilómetros de Imías, desconfía de las noticias, de lo único en que se ponen de acuerdo los noticiarios de adentro y fuera de Cuba: cero víctimas fatales.
En Haití hubo cientos muertos. En Estados Unidos 19. En Cuba, ninguna. La gente a veces no cree que se tenga tanta suerte con la muerte tan cercana. Y aunque María cree que su suerte fue Dios, para otros la suerte se llama Defensa Civil.
Con Matthew la lluvia volvió a Imías, el único semidesierto cubano. Una combinación atmosférica y topográfica marca este páramo extraño entre tanta isla verde. De la peligrosa carretera de La Farola hasta la casa de los padres de María, de los suegros de Daniel, hay casi una hora moviendo los pies.
Dicen que La Farola, esa garganta de barrancos que traga autos enteros, era verde y tupida como pluma de cotorra. Luego de Matthew es una línea pegada a las montañas partida de vez en vez por aludes y roca.
Al inicio de la única carretera que une a Baracoa con el resto de Cuba vive Vladimir Alcides con su hija y su mujer. No tienen en la cabeza sino el bramido de un motor acelerando, de las 3 de la tarde a las 3 de la mañana, cuando Mathew pasó por Cajobabo. Cuando el techo empezó a escaparse, metieron a los niños bajo el lavadero de mampostería al final de la casa. El lugar más seguro entre tanta tabla.
-Aún no hay luz –dice Vladimir-, y cuando amanece quiero aprovechar todo el tiempo de sol para arreglar lo que hizo el ciclón con mi casa.
Se refiere: a reponer la goma que tiene por techo, cortar a hachazos los árboles en el patio, sacar de sitios insospechados basura que trajo Matthew.
Parte el alma ver las casitas sin techo y a los guajiros sentados como si el tiempo estorbara. Ya no tienen frutas, ni cacao, ni cotorras para vender a los pasantes.
Grandes paredes de roca custodian la carretera, y lloran el agua helada que llega del manantial.
Ver La Farola tan despejada, las casitas jíbaras a la vista, es una escena inquietante.
-Esto no hay quien lo levante –dice una mujer en el auto que me lleva a Baracoa.
Otro se pone ingenioso viendo pinos espigados unos sobre otros:
-Parece un juego de palitos chinos.
Los bordes de La Farola exhiben cocoteros como tiñosas dormidas; palmas posmodernas, peladas al moñito, sin realeza alguna.
En Palma Clara un hombre ofrece yucas sobre sacos al borde de la vía, plátanos y naranjas muy verdes, abortadas por las matas que cayeron con los vientos de hace siete días.
Una casita acá, otra allá, una al final, Casi todos los horcones desnudos, cuadriculas de nada, y abajo, como presos de las circunstancias, los ojos de un hombre, su hija y su mujer.
El motor, siempre lejano, de un helicóptero rompe la historia de Vladimir entre las lomas pedregosas y grises.
-Pasa para allá, para acá –retoma el hombrecillo y se abraza a sí mismo- No sé ni cuantas veces al día.
-¿Va para Maisí?
-Dicen que sí, que está incomunicado, y que la gente está pasando hambre.
Al final de La Farola hay un sitio llamado La Púa, y un hombre llamado Rubén. Vive al lado del lugar donde el gobierno reparte comida por la libre, y unas señoras esperan a su turno ante la pesa en un banquito de madera.
La casa de Rubén está intacta. Me habla largamente sobre cómo construir una casa de madera bien. El secreto: doble pared.
Pudo cumplir 76 años subido en la casa de un amigo deprimido por el anuncio de Matthew o montado en una moto desafiando la casi perpendicular vía de la Boruga para asegurarse que algunos amigos estaban bien. Pero lo más probable es que Rubén cumpla 76 yéndose para Imías.
-Estoy preocupado porque nadie de los que conozco me ha dado señales –dice y se acomoda el pelo limpísimo con la mano de cuatro dedos.
Rubén es un tipo práctico y dice que la ropa si se ensucia, se lava, pero que la comida, el dinero y las puntillas de cinco pulgadas apremian de este lado de la isla.
Comer, comprar, construir.
-¿Y ahora qué van a hacer acá? Hubo quien lo perdió todo.
-Tú vienes por la carretera, pero monte adentro, hay una desolación terrible.
-Pero el gobierno está ayudando ¿verdad?
-Sí, acá dan arroz y frijoles gratis y a bajos precios latería. Pero dicen que solo será por dos meses. Y cuando pasen los dos meses, ¿qué vamos a hacer?
Acá la gente vive del cacao, el mango, el coco y el café, y ni una matica quedó en pie, los frutos malogrados o arrastrados por el viento no volverán a rendir hasta dentro de un buen tiempo. El tiempo en La Farola, será un letargo rudo, y no se medirá en relojes sino en coraje.
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javier
Lianet